RTVE, en el meollo del disparate

El pacto de la inmensa mayoría parlamentaria para buscar un nuevo consejo de administración y, también, un nuevo presidente de la corporación RTVE fue siempre una ficción. El PP entró a rastras en el acuerdo para no quedarse en la calle de una negociación que de una u otra manera solo quería enturbiar. En ese trance Ciudadanos se desconcertó repetidamente, porque en materias aptas para la demagogia prefiere desbordar al PP por su flanco más torvo. Tras la moción de censura victoriosa no cabía otra alternativa que un remedio de urgencia para dotar al antiguo ente de un presidente ejecutivo (tras el cese efectivo del anterior) y de un consejo en buen estado (a diferencia del actual, que ha superado en más de un trienio su fecha de caducidad; o sea, que huele).

Pues bien. Bastó la puesta en marcha de la maquinaria del nombramiento transitorio para que todas las furias sufrieran un arrebato demoledor contra la iniciativa. No cabía otra que la del Gobierno en ejercicio con el respaldo de su presunto socio imprescindible y todas las necesarias para conseguir una mínima mayoría parlamentaria. Hasta ahí, nada que objetar. ¿O sí?

La renovación de la presidencia se había convertido en un elemento central para devolver la independencia a la radiotelevisión pública, en la que los informativos centran la mayoría de las críticas y del debate de los ciudadanos y los partidos políticos. Fijar la atención en ese único aspecto impedía, sin embargo, entrar en el fondo del problema: la necesidad de fijar con nitidez la identidad que corresponde en este tiempo a los medios públicos y la obligación de desarrollar un modelo de gestión eficiente en un marco financiero suficiente y estable.

Pero se ocultó esa cuestión por la urgencia de unas medidas que pusieran término a una realidad repugnante: la que ha padecido RTVE, como mínimo, en sus últimos seis años por culpa de sus gestores. En particular, por la de un presidente chulesco y partidista, promotor de la manipulación de los informativos y atento al beneficio de los afines a la hora de firmar contratos con productoras y proveedores; un tipo incluido en listados de corrupción, presto para la pelea y el fango, a costa de desatender el interés de los ciudadanos, la calidad de la programación y la rentabilidad social a la que está obligada la radiotelevisión pública. En cualquier caso, un mandado de un gobierno en minoría, pero con muletas.

La urgencia por tantos desvaríos obvió lo importante. Se puso en marcha la elección de un director de informativos en lugar del presidente de la corporación que se requería. Y a ese error inicial se sumó otro de principiantes, incomprensible después de las formas con que se había constituido el nuevo gobierno. No hubo un diagnóstico de las necesidades (aunque alguna explicación previa del propio presidente del Gobierno sugiriera lo contrario) y sobró precipitación, como si corriera prisa demostrar el poderío de los interlocutores. O de alguno de ellos.

Según cuentan, en los primeros escarceos se autodescartó el profesional que en los últimos años se ha convertido en la marca o la referencia imprescindible de los años felices de la televisión publica. Si Fran Llorente renunció a los cantos de sirena solo pudo ser por dos razones: porque se trata de un profesional decente a carta cabal y porque él mismo no se considera un gestor, que ese era el objeto del nombramiento necesario.

A partir de ahí, las prisas, la vorágine, la necesidad de sacar pecho en los medios. Nunca hubo más candidatos reconocidos para un puesto y nunca se descartó en vivo y en directo a cada uno de los que sucesivamente iban apareciendo. Arsenio Escolar ofrecía rigor en los planteamientos informativos. Ana Pardo de Vera anunciaba un cambio radical en la línea editorial. Andrés Gil mezclaba aspectos de sus predecesores en la nominación previa a la exclusión. Pero el lío ya estaba armado.

En RTVE basta cualquier chispa para provocar un incendio. Ella ha sido y será por mucho tiempo un pimpampum al que todos se creen con derecho a zarandear. Ha carecido de defensores, aunque en los últimos años buena parte de sus profesionales han quebrado la impunidad ejerciendo la protesta con una firmeza formidable que les distingue de los comportamientos consuetudinarios en otros tiempos y otros medios públicos. Por eso, cuando se abre cualquier espita, todos saltan al ataque: los partidos políticos, incluidos los del bloque de la moción de censura, el vocerío de las redes y los medios de comunicación casi sin excepción. (A este respecto, tal vez, los más correctos hayan sido los que aún acogen en sus redacciones a los candidatos puestos sobre la mesa).

En esa bronca cabe citar algún argumento desengrasante. Por ejemplo, los empleados por los líderes que disputan la presidencia del PP, cuyas afirmaciones deslumbrantes invitan a pensar que el problema no lo había provocado su propio afán manipulador. Así, Soraya Sáez de Santamaría ha dicho, graciosa, que no le extrañaría ver a Monedero al frente de Informe Semanal. Está por ver, pero, entre tanto, lo indudable es que al frente de Informe Semanal aún sigue Genaro Castro. ¡Ahí lo dejo!

Volviendo al trigo, las torpezas han sido múltiples y la mayor crítica la merecen quienes tenían la responsabilidad de la decisión. Las afirmaciones de Pablo Iglesias atribuyéndose un papel que requería, como mínimo, mesura y discreción, enturbiaron definitivamente el proceso y pusieron al propio presidente del Gobierno frente a una crisis innecesaria; la participación en la negociación del jefe de gabinete del propio presidente (un tipo que de proseguir en esa función de Rasputín líquido acabará siendo un personaje tóxico para su supuesto jefe) llevó la negociación al chalaneo y al cambalache; el relato tuitero de Ana Pardo de Vera denotó una actitud poco compatible con el encargo que se le había ofrecido; el borrado masivo de tuits por parte de ella misma y de Andrés Gil obligó a dudar de su propia idoneidad y puso en evidencia a todo el proceso. Dio la impresión de que, al revés de quienes buscan créditos falsos para su reconocimiento académico, ellos ocultaban cualquier opinión o sentimiento que, a su propio juicio, pudiera poner en entredicho su idoneidad para un cargo supuestamente aséptico. No se trataba o no debía tratarse de eso.

¡Demasiada chapuza! ¡Demasiada politiquería! Nada nuevo, que eso era lo que se deseaba e incluso esperaba.

Y sin embargo, es necesario y urgente poner remedio.

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