En cada una de las casas en las que suelo pasar algunos periodos de mi vida hay un reloj parado. Al menos, uno. Además, en cada una de esas viviendas, junto a muchos aparatos electrónicos y digitales y otros analógicos que recuerdan la edad y el tránsito inexorable de los años, los meses y los días, se guardan otros cronógrafos activos que cambian, a su ritmo, el de sus propias fuerzas o el de las pilas o la red que los alimentan, los segundos, los minutos y las horas.
En esas mismas casas, aparte de los relojes propiamente dichos y los instrumentos con información horaria que traslado en mis bolsillos o amarrados a mi muñeca izquierda, pueden encontrarse otros similares guardados en algún cajón. Los primeros parecen funcionar perfectamente y con esa intención me acompañan. Los otros, abandonados a la jubilación y al olvido, descansan detenidos e inactivos.
Sin embargo, por mucho que me empeño, por más que mis allegados se empecinan en que disponga de los más modernos, complejos y costosos relojes, sólo los olvidados, los que todos consideramos muertos, aciertan en la hora exacta, aunque sea una, o dos, veces al día.
Los demás, analógicos y digitales, de marcas prestigiosas o más falsos que judas, sólo me informan exactamente cuando trato de ajustarlos, cada muchos meses, al horario exacto que marca el meridiano de referencia. A partir de ese momento cada uno de ellos emprende una ruta, antes circular, en todo caso cíclica, a su propio ritmo. Un poco más rápida o un poco más lenta, pero todos a una velocidad distinta, siquiera milimétricamente, de la que fija la rotación terrestre y su traslación en derredor del sol.
Casi todos mantienen durante un tiempo cierta aproximación a la puntualidad que cabe demandar o esperar, pero ninguno iguala la cadencia que debiera desarrollar. Son escrupulosamente inexactos y, aunque me orienten sobre la hora a la que debo salir de casa para cumplir los compromisos acordados o me indiquen cuándo debo encender la televisión para ver el telediario, sólo cumplen su función aproximadamente.
Sólo los difuntos aciertan. Eso sí, una, o dos, veces al día. Tampoco ellos pueden presumir en exceso.
