Las personas que paseaban por la amplia acera de Príncipe de Vergara empezaron a detenerse a medida que se elevaban los lamentos de una mujer apostada junto a una farola. Atado a ella, un labrador negro de impecable aspecto la observaba con no menor asombro que los transeúntes. El enfado de la mujer rompía la armonía de su cuidada indumentaria e incluso su edad, poco apropiada para tan visible disgusto.
Un hombre fornido salió de un supermercado y se dirigió al lugar donde encontraban la señora y el perro. Fue ella la que habló.
– No se le ocurra volver a hacerlo.
La perplejidad del aludido encontró explicación.
– Aquí me tiene, dando sombra a su perro.
Las personas que rodeaban la escena observaban la escena sin esconder su perplejidad.
– Lléveselo, pero no vuelva a hacerlo. No lo deje al sol. No lo haga nunca más.
El silencio del dueño del animal encendía los ánimos de la mujer.
Vamos, hombre; dejarlo ahí al sol, a 45 grados como estamos.
La realidad era bastante más benévola. Apenas 29 grados.
– Usted no tiene vergüenza. Menos mal que estaba yo para darle sombra.
La acera seguía conmocionada evaluando los efectos de la insolación. En la mujer, claro.
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