1 de julio. Adiós, pero sólo hasta la vuelta

Me levanto temprano. A las ocho espera en el vestíbulo la chica que me alquiló el teléfono móvil imprescindible para mi actividad en Lima: me factura casi ochenta dólares en doce días. El problema no es la tarifa plana, sino la tarifa mínima diaria. Un cuarto de hora después me espera una de las personas con las que deberé trabajar de manera más próxima en los días posteriores. Hablamos del proyecto, plantea detalles, concretamos equipos y tecnolgía; la conversación es clara y el acuerdo parece fácil. A las 8.50 Walter pone fin a la charla, porque tenemos que acudir a Pachacutec y a las nueve, en el camino, nos espera Rocío.

El recorrido resulta largo. Abandonamos los distritos acomodados de Lima y nos adentramos en otros que proclaman la injusticia que late en las grandes ciudades; una injusticia que, en algunos casos, resulta obscena. Ventanilla, primero, y Pachacutec después, son dos distritos de aluvión, armados con casetas de madera, cartones y latón, sobre la tierra parda, que sólo alivian la miseria con la provocación de unos colores espléndidos con los que, más que pintar, desafían la vergüenza.

Ventanilla aún acoge casas de ladrillo, espacios industriales o comerciales y una actividad marginal, pero cierta. Pachacutec es pura pobreza. Lo sobrepasamos. Y así llegamos al centro de formación que trata de impulsar el desarrollo de todo el distrito y de personas, también desposeídas, residentes en otros lugares de la gran urbe. Allí existe un centro de formación en administración, en electricidad, en cosmetología; éste creado específicamente para ofrecer una salida a las muchas mujeres maltratadas residentes en el área, que pueden acudir a las clases gracias a que, al lado, han creado una guardería que cobija a sus hijos pequeños.

También existe una escuela de cocina. En ella ejerce como responsable Rocío, que me informa de todo lo relativo a esta especie de campus distribuido sobre 260 hectáreas de desierto, aunque con el mar al fondo. Las tierras son propiedad del arzobispo de Arequipa, que las ha cedido para impulsar este centro de promoción y formación. Empresas internacionales patrocinan cada especialidad: Repsol, administración; Endesa, electricidad; Gaston Acurio, cocina. Algunas otras, más pequeñas, apoyan proyectos concretos.

Me meto en la escuela de cocina. Observo su actividad, departo con una decena de chavales que exhiben la emoción de su propósito de ser cocineros y salir de la incertidumbre, pruebo algunos de sus postres con evidente alegría: todo allí parece bueno.

Recorro, luego, las instalaciones con Magaly, responsable del centro, y un joven muy amable empeñado en cumplir su papel de relaciones públicas al margen de las prisas (mías) y la dureza del entorno. Un centenar de chavales se empeña en aliviar la sequedad del terreno con una plantación de arbustos auspiciada por CocaCola. Arbustos verdes con sistema de riego para desafiar al desierto. Una metáfora de Pachacutec.

Rocío, Walter y yo salimos hacia un lugar donde seguir conversando. En mi bolsillo suena un teléfono móvil, el que yo creía haber devuelto en la caja original que me dejaron al alquilarlo. Así descubro que el celular sigue en mi poder y que sólo devolví su cargador: encontraremos remedio, reímos.

Nos vamos a quedar en las proximidades del aeropuerto. Acudimos a un restaurante que recomienda Rocío. Se llama El Grifo porque aquel lugar, antes de que Hana decidiera comprárselo a su abuelo para hacer lo que es, no era más que un surtidor de gasolina. La joven cocinera lo ha convertido en un comedor estimulante y repleto. Me prometo volver a él tantas veces como acuda a Lima.

Luego pienso que ya me he comprometido a hacer lo mismo en tantos lugares, que nunca podré ir a Lima por menos de quince días. Con esa reflexión subo al avión. Es viernes, cuatro de la tarde, y Madrid me espera a las dos y media de la tarde de sábado. Un viaje largo con cambio horario.

 

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