15M: enemigos verdaderos y falsos amigos

Todos los que se proclaman enemigos del movimiento del 15M lo son. Muchos de los que se dicen amigos mienten. Entre los enemigos manifiestos y los amigos falsos, éstos resultan mucho más peligrosos. A Esperanza Aguirre no le gusta el 15M, ni falta que le hace al 15M. A Felip Puig, se vista como se vista, lo mismo, pero tampoco es menester. A Rajoy y a Zapatero les parece que, bueno, tiene cosas que afectan al contrario; eso ya es peor. Cayo Lara se apunta a la mani y a parte de la muchachada no le apetece. Rosa Díez reivindica el derecho a la eterna adolescencia. Y unos pocos compañeros de vigilia y acampada se lanzan a la gresca en nombre de la reivindicación asamblearia y tuitera.

Así ocurrió y se armó la marimorena.

Si buena parte de la degeneración de nuestro idioma se debe a los falsos amigos –esas palabras fonéticamente similares de otras lenguas dominantes que transfieren su diferente significado–, en los movimientos reivindicativos e incluso revolucionarios los falsos amigos acaban con el crédito que merecen y reclaman las buenas intenciones. Ves a las hordas que arremeten contra los parlamentarios catalanes o contra alcaldes recién elegidos y te acuerdas de Unamuno en una época aún más tensa que ésta: “Estoy desesperado. ¿Usted piensa que los españoles luchan y se matan, queman las iglesias o dicen misas, agitan la bandera roja o el estandarte de Cristo porque creen en algo? ¡No! ¡No! Escuche bien, ponga atención en lo que voy a decirle. Todo esto sucede porque los españoles no creen en nada. ¡En nada! ¡En nada! Están desesperados. Ningún otro idioma del mundo posee esta palabra. El desesperado es el que ha perdido toda esperanza, el que ya no cree en nada y, privado de la fe, es presa de la rabia”.

En el entorno de los movimientos reivindicativos más lúcidos siempre comparecen boicoteadores y aguafiestas. Sin embargo, porque eso ocurre con frecuencia, los bienaventurados, a los que asiste la razón, tienen que descubrirlos y, si cabe, denunciarlos. O descubrirse y renunciar a sus expectativas. El afán aglutinador, la actitud comprensiva hacia los desesperados o la voluntad de evitar el encono o la animadversión ponen en riesgo los objetivos más decentes.

Muchos años atrás, en plena mili, un grupo de soldados manteníamos reuniones clandestinas para plantear la necesidad de favorecer en medio de aquel régimen opresor y faccioso (primeros meses de 1976) actitudes respetuosas e incluso democráticas contra la humillación cotidiana del autoritarismo imperante. Apenas transcurridas tres o cuatro reuniones de aquéllas, en las que se estimulaban actividades lúdicas o deportivas para crear ambientes propicios a la camaradería, compareció un personaje que se hizo habitual en las siguientes. Dos semanas después de su primera comparecencia, con una lucidez extrema –a tenor de su seguridad–, arremetió contra el hipismo reformista y pidió que asaltáramos el cuarto de armas. Lo que asaltamos fue la calle en desbandada. Acojonados.

Por eso no valoro las presiones externas, ni las de los partidos e instituciones que denigran a los acampados ni las de las brigadas mediáticas que hozan en el descampado. Ese será un asunto para otro momento. En éste, importa vislumbrar una propuesta edificable y verificable, que permita seguir el necesario debate sobre los conceptos básicos. Aceptando y compartiendo que esta democracia no resuelve los problemas fundamentales de los desfavorecidos, que se basa en mecanismos oxidados y que genera dividendos a una serie de chorizos postineros, detrás queda un proceso de participación indudable. El “no nos representan” es una proclama razonable, bien porque los electos hacen lo que les da la gana sin atenerse a sus compromisos previos, bien porque no merecieron la confianza de quienes proclaman tan aserto. Sin embargo, no basta con gritar esa consigna para ser más “representativo” que quienes pasaron por el filtro de unas elecciones, con todas sus limitaciones. Al contrario.

No preocupó más el asalto al Parlament –donde se adivinaba cierto aire de revancha tras el asalto impune de los Mossos en la Plaza de Cataluña– que las múltiples concentraciones en numerosas ciudades españolas el día de la toma de posesión de los nuevos ayuntamientos. Los mecanismos de representación son discutibles, pero los procedimientos del que se erige a mano alzada como representante de diez, cien, mil o cien mil paisanos no son mejores; en el otro bando habían participado más de veinte millones de personas. Pese a todo, la sociedad sociedad que nos rebela ha conquistado un valor irreemplazable: para ganar hay que convencer –al menos y aunque de aquel modo, mejor lo contrario-, nada se podrá resolver legítimamente por la fuerza de la minoría. “La” razón no basta, porque “la” razón no existe. Al menos, por el momento.

También  irrita la arrogancia de los representantes que proclaman su propia dignidad de albaceas de la soberanía popular o ciudadana, porque cuando se escuchan estas majaderías cabe pensar que están reclamando un Mercedes en lugar de un Audi, un aumento de sueldo acorde con tanta nobleza, un despacho con chaisse longe y una banda para animar el paso hacia el yate donde suelen vacacionar los demócratas que blasonan del digno oficio del electo. Tan elevada condición no les impide ser unos sinvergüenzas o compartir asientos, más o menos próximos, con golfos dignísimos.

El 15M ha llegado a un punto complicado. Consiguió plantear cuestiones incuestionables y, sobre todo, trasladaron a la sociedad una actitud de rebeldía imprescindible contra la inacción y el abatimiento. Quizás no se les pueda pedir que articulen una propuesta global y coherente. Quizás sí que busquen apoyos más allá de sus propios argumentos, que reclamen la implicación de personas solventes, que hablen y discutan hasta cansarse, pero que también estudien y analicen. Hace falta su impuso. Y por ello cabe exigirles que no renuncien a la crítica, empezando por el juicio sobre ellos mismos. Y que busquen, que insten, que reclamen el compromiso de quienes, diciéndose amigos, además, pueden serlo.

Artículo anteriorEl idioma que vemos. ¿Es para tanto?
Artículo siguienteQuince días en Perú