Mi predilección por Albert Camus tiene su origen en la adolescencia (o poco más). Empezaba a estudiar filosofía en el colegio y el profesor, un cura, lo recomendó, tal vez porque su reflexión empezaba y terminaba en la defensa de la dignidad del ser humano, por encima de cualquier sistema político o superestructura ideológica.
En aquella edad (como en cualquiera) resultaba estimulante pensar en la belleza de las jóvenes tumbadas al sol de las playas argelinas y en aquel tiempo resultaba inevitable buscar una manera de sobreponerse a la tiranía que nos asolaba. Así, desde Bodas a Los Justos, a través de El extranjero, Calígula, El malentendido… me hice camusiano.
Lo ratificó definitivamente mi madre cuando, poco antes de su muerte, en uno de mis últimos cumpleaños con ella, antes de ir a comer con los hermanos, sacó de su dormitorio las obras completas de Albert Camus editadas por Alianza Tres: “Nunca sé cómo acertar contigo, pero esta vez te va a gustar”, comentó antes de entregarme el paquete y un beso.
Hoy, cien años después del nacimiento de Camus, mientras leo comentarios sobre un escritor al que he leído con pasión y al que he admirado, reconozco el valor y la emoción de su regalo.
