El voto al bote

23.00 horas

Se acabó lo que se daba. Gracias a la sabiduría que a diario nos imparten los mercados ya habíamos dado por descontado el resultado. Más o menos. La crisis ha arrollado al PSOE y ha aupado al PP al mejor resultado electoral de su historia.

Rubalcaba se ha quitado de en medio con discreción y alivio, consciente de lo que le han librado los electores, aunque costa de lo que más podría a ambicionar un político de su raza. Zapatero, desaparecido, le ha dejado solo como si suya fuera la responsabilidad o la culpa.

A Rajoy se le ha visto desilusionante, más que desilusionado; se ha largado un discurso como dios manda, sumando tópicos a las banalidades. Ha enumerado sus prioridades, sus preocupaciones obsesivas a partir de la victoria: el paro, el déficit, la deuda y el estancamiento económico. En términos populares, los parados ya van perdiendo tres a uno. Antes de saltar al campo.

Esta noche dormiré sin orphidal. No hay lugar para la pesadilla: Rajoy cuenta conmigo. Me lo ha dicho.

 

12.30 horas

A las puertas del colegio electoral sus compañeros de partido saludan a José Luis Rodríguez Zapatero con aplausos, y los contrarios, con abucheos. ¿Normal? ¿No debía ser al revés? ¿Por qué le aplauden los que van a perder como consecuencia de su política o de sus decisiones? ¿Tal vez por su mesianismo? ¿Por qué le gritan los que van a hacer lo mismo que él ha hecho, o más? ¿Acaso por haberles pisado la idea?

Sin embargo, pese a tales anomalías, hoy todo es normalidad. ¡La normalidad… de los días electorales! De la llamada a las urnas, de la fiesta de la democracia… ¿Alguien podría inventar otro término hasta convertirlo en tópico?

 

9.00 horas.

He hecho cola a la puerta del colegio electoral –no, eso no es cierto, tan solo he esperado a que fuera la hora en punto– y, para empezar, he comprobado que me habían cambiado de aula. ¿Será porque hemos progresado adecuadamente?, me he preguntado. No ha resultado difícil reorientarme. He recogido las papeletas del muestrario, he rellenado la del Senado, las he introducido en los sobres correspondientes y he votado. Dicho y hecho. He salido feliz: íbamos ganando.

Me gusta hacerlo así, ser el primer ciudadano que registra su voto en la urna vacía. Regreso a casa convencido de mi decisiva contribución al futuro de mi país: ¡vamos ganando! Luego ya no quiero saber nada ni de porcentajes de votaciones ni de resultados, a las siete de la tarde me tomo un orphidal y, a media noche, en un duermevela, una voz extraña me susurra el fin de la historia, pero comprendo que se trata de una pesadilla. Y así paso cuatro años, creyendo eso. Y casi siempre, con motivos.

Esta vez, a lo mejor, cambio de táctica. Aunque sólo sea para ver si la pesadilla dura menos.

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