
Cabe la posibilidad de que al sector financiero, al 1% (e incluso al 0,1%) –es decir, a quienes tienen de veras el poder y el control de esta sociedad– se les haya ido la mano. Y que esta crisis tenga consecuencias. No se ha conformado con agredir a los indigentes, a los resignados, a los que nada tienen y nada aspiraban a tener. Esta vez han agredido a la clase media, a gente activa, que no se había sometido, que se creía pudiente y aspiraba al poder y a la gloria del dinero.
No, no hay que engañarse: es por eso por lo que se anuncian cambios legislativos respecto a los desahucios, por lo que se pone el punto de mira en los banqueros, por lo que Jaume Matas, el PP y hasta el yerno Urdangarín se encuentran en peligro. Esta vez la prescripción será más lenta y la condena más firme. Se han pasado de la raya. Y han indignado a gente que aún no se había resignado a la oscuridad y la podredumbre.
Los que nada tienen que perder explotan, a veces, de ira y frustración. Casi siempre contra ellos mismos. Otras veces, contra lo que encuentran al paso en actos de desesperación y nihilismo. Condenados de antemano, no temen el castigo ni aspiran a subvertir lo que encontraron. Su destino tiene un Dios que otros manejan o un destino ancestral que otros han enraizado en la propia naturaleza. Han renunciado a la revolución, incluso al cambio más liviano.
Ahora han atacado a los que estaban dispuestos a subirse al machito, a quienes aspiraban al reconocimiento social, a los ya se soñaban como referentes del esfuerzo y el progreso, a quienes hacían cálculos sobre la influencia del poder, de la política y el dinero, a los que no parecían perjudicar las reglas impuestas.
Hasta ahí podíamos llegar. ¿Pero qué hacemos? ¿Cambiar los colores de las fichas, rompemos el tablero o… el juego?
