
En menos de un año el cinco por ciento de los diputados ha perdido el iPad que les regaló el Congreso. A otro cinco por ciento se le ha estropeado o se lo han robado. Se lo cuento a mis compañeros de faena, que sueñan con su propio iPad. Responden:
– ¡Qué hijos de puta!
– No es eso. Yo también pierdo cosas. De vez en cuando se me despista un boli
– Si se lo ataran a los huevos…
Mejor no seguir por esa vía. La ira contra la clase política es epidérmica. Basta con rozar y escuece.
En todo caso, el detallito se las trae. Alguna fuente oficial ha comentado que el porcentaje de pérdidas es “un poquito demasiado alta”.
Recuerdos. Una mañana de invierno, a las 8.30 de la mañana, en las escaleras de un edificio oficial, varias funcionarias, una vez cumplido el trámite del fichaje, dentro del plazo máximo de demora, charlan con parsimonia en el rellano de las escaleras del edificio noble. Conversaciones de palacio, como las de todos los días, sobre el tiempo, algún suceso, la última dieta descubierta a la que una de las tertulianas se ha entregado con frenesí contra su obvia obesidad, de 130 centímetros de cadera. Otra compañera interviene halagadora:
– No, Almudena; no tienes motivos para estar preocupada. Lo que pasa es que tú eres un poco más bien tirando a fuerte.
Traducido al lenguaje ordinario: “como una vaca”.
Y traducido el despiste de sus distraídas señorías al lenguaje común: ¡qué hijos de puta!, porque este disparate no hay quien se lo crea y, mucho menos, quien lo explique.
– ¿Lo habrían perdido si ellos mismos se lo hubieran pagado?
– Una pregunta demasiado obvia, colega.
