De Shakespeare a Walt Disney

Después de los tropiezos de Thor (2011) y Jack Ryan: Operación Sombra (Jack Ryan: Shadow Recruit, 2014), así como de una nueva versión de La huella (Sleuth, 2007) que aportaba poco a la excelente creación homónima de Joseph L. Mankiewicz en 1972, Kenneth Branagh, autor de numerosas y en general memorables adaptaciones cinematográficas de obras de William Shakespeare, se echa en brazos de la Walt Disney Pictures… que lo devora por completo.

A pesar de los cambios introducidos en el cuento clásico, según la interpretación de Charles Perrault, que es la más blanda y moralista de todas las conocidas y que ya utilizó el propio Disney en su versión de dibujos animados (Cinderella, 1950), es difícil averiguar qué ha podido interesarle a Branagh de este asunto, aparte del dinero. Y, sobre todo, qué ha aportado él a esta orgía inacabable de efectos digitales, movimientos de cámara mareantes, música atronadora y esa maldición del simulacro de 3D que hace que los personajes de carne y hueso parezcan muñecos articulados.

Así conocemos, por ejemplo, a los padres de Cenicienta, que le inculcan el perverso principio de que «siendo generosos y valientes, se tiene poder» (poder mágico, se entiende, pero poder al fin y al cabo) y cuyas relaciones dan que pensar, al hilo del excelente libro de Bruno Bettelheim Psicoanálisis de los cuentos de hadas, en una especie de complejo de Electra mal resuelto por parte de la protagonista.

Por lo demás, la historia es sobradamente conocida y Kenneth Branagh y su guionista Chris Weitz –Hormigaz (Antz, 1998), la penosa El profesor chiflado II (Nutty Professor II, 2000), La brújula dorada (The Golden Compass, 2007)– se cuidan muy bien de no frustrar las expectativas de un público se supone que mayoritariamente infantil, aunque acompañado de sus sufridos progenitores. Lo que ocurre es que la poderosa empresa Walt Disney lleva décadas convencida de que los niños son tontos bajitos y empeñada en entontecerlos más para hacerse de oro con operaciones tan indecentes como esta.

Si la primera Cenicienta de Disney podía llamar la atención por el relativo encanto de sus dibujos animados, como ocurrió también con La dama y el vagabundo (Lady and the Tramp, 1955), 101 dálmatas (One Hundred and One Dalmatians, 1961) y algunos otros títulos, dentro siempre de la tendencia a la cursilería y el reaccionarismo militante que son imagen de marca de la factoría, esta nueva vuelta de tuerca a la historia de la pobre huerfanita relegada a la condición de sirvienta por una madrastra cruel y unas hermanastras horrorosas que se creen más guapas e inteligentes y que quedarán con un palmo de narices cuando el príncipe del lugar la elija a ella sobre todas las doncellas del reino, bate récords en cuanto a estupidez y almíbar, disfrazado de magia, que es un truco que suele funcionar en estos casos.

Cabría esperar que un cineasta de la categoría de Kenneth Branagh se atreviese a explicar los motivos profundos de una de las inverosimilitudes que caracterizan al cuento original: ¿por qué los dichosos zapatitos de cristal no se desvanecieron al dar las doce de la noche, como ocurrió con la carroza –que aquí parece un espantoso azucarero rococó– cuando se volvió calabaza, los corceles ratones, los lacayos lagartos y el cochero ganso? Es verdad que el hada madrina se los había regalado a Cenicienta sin convertirlos a partir de ningún objeto o animal, pero choca que resistieran, así sin más, la famosa reconversión de medianoche. Peor todavía: dado que en esta película Cenicienta pierde un par de veces ese zapato, se hace difícil creer que al final se ajuste perfectamente a su pie, cuando hemos visto que le viene grande… Y así hasta acumular un sinfín de tonterías que en el cuento escrito pueden ser ingeniosas pero trasladadas a una pantalla llena de fuegos de artificio son sencillamente intragables.

Aparte quedan las actuaciones de un sólido plantel de intérpretes, encabezados por una Cate Blanchett que recuerda en su exageración a la Cruella de Vil de los cien perritos blanquinegros –pero en la versión animada, ni siquiera en la de Glenn Close, que ya es decir–, con una Helena Bonham Carter que da miedo aunque represente a un hada madrina protectora, Stellan Skarsgård reducido a la categoría de gran duque malhumorado y Derek Jacobi –¡ay, qué lejos queda Shakespeare otra vez!– en el papel de un rey que apenas se entera de nada.

Si es de temer que los avispados productores vuelvan a forrarse, preocupa más saber qué va a ser de Kenneth Branagh después de este desaguisado.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

Dirección: Kenneth Branagh. Guion: Chris Weitz. Fotografía: Haris Zambarloukos, en color. Montaje: Martin Walsh. Música: Patrick Doyle. Intérpretes: Cate Blanchett (madrastra), Lily James (Cenicienta), Richard Madden (príncipe), Helena Bonham Carter (hada madrina), Nonso Anozie (capitán), Stellan Skarsgård (gran duque), Sophie McShera (Drisella), Holliday Grangier (Anastasia). Producción: Walt Disney Pictures, Allison Shearmur Productions, Genre Films y Beagle Pug Films (Estados Unidos, 2015). Duración: 105 minutos.

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