
El fútbol no consigue apasionarme. Me gusta, lo sigo, me interesa, pero me parece un deporte menor, en el que los errores deciden más que los aciertos y en el que solo a veces el que más divierte gana y el que persigue la complacencia del espectador no siempre alcanza la victoria, porque así el triunfo se impone al juego, y se acaba confundiendo el objetivo: ganar no es lo importante, si para ello se renuncia a la diversión; ganar-ganar-ganar es un camino seguro hacia la frustración, porque la victoria no es lo mismo que el entretenimiento.
El fútbol se ha transformado en un negocio desmesurado que impone reglas basadas en el poder y en el dinero muy por encima de la diversión que en sus orígenes, tal vez, consiguió proponer. Para colmo todo ese tinglado se somete el uso abusivo y desmesurado de las bajas pasiones en beneficio de intereses repudiables (la corrupción, el delito, el robo) o asuntos ajenos como la identidad, la confrontación, los valores espurios revestidos con la falacia del esfuerzo, la generosidad o la compensación de las derrotas cotidianas.
Otros espectáculos deportivos me parecen más estimulantes: el atletismo, el balonmano, el baloncesto o el tenis, porque, aunque también bajo la ineludible égida del dinero, todavía no han alcanzado la capacidad de adulteración y manipulación del fútbol, porque aún conservan algo que recuerda lo que pudo ser el deporte.
Quizás por ello, el baloncesto y el tenis, sobre todos los demás, consiguen apasionarme. En la cancha los disfruto sin rodeos, pero en la tele la pasión me atenaza. Por eso, de un tiempo a esta parte, si tengo alguna predilección, prefiero ver los partidos de baloncesto más importantes en diferido. Y sobre todo, los de tenis.
Hoy no he visto el Nadal-Djokovic. Incluso he apagado la radio del coche para evitar los nervios. Con Rafa Nadal sufro.
He sentido predilección, en primer lugar, por Federer y me declaro admirador del juego de Djokovic, como antes lo fui de Bjorj, Lendl, Connors, McEnroe, Agassi, Bruguera o Ferrero… Sin embargo, en los últimos años he admirado al suizo, elegante y brillante, poseedor de una interpretación del juego natural y deslumbrante, según la cual todo resultaba fácil e irrefutable. Aunque menos esmerado en su apariencia, Djokovic tiene también mucho de eso y es, además de competidor implacable, sorprendente e imaginativo en el juego. Ellos han sido los modelos a exhibir en los vídeos que glosan la técnica del juego.
Sin embargo, ante Rafa Nadal me rindo. No era el mejor, tampoco el más brillante, ni siquiera el más sutil, el más artista; estaba cerca, porque, en un deporte en el que el mejor sí gana, él iba ganando plaza a plaza, ya fuera de arcilla, hierba, cemento o superficies sintéticas. Sin embargo, Nadal ha construido a lo largo de una carrera ya larga el más grande monumento a la sensatez, a la discreción, al esfuerzo mejorar cada día, a aplicar la inteligencia a la estrategia y, sobre todo, a hacernos creer que la voluntad construye el éxito y que la emoción estimula la vida y del juego. Si es el mejor importa menos. Tal vez porque hoy no caben réplicas. Lo irrefutable es que ganó solo por sus méritos.
No he visto el partido. No he escuchado la radio. Cuando ha sonado la alerta del mensaje telefónico que esperaba, he cerrado los puños y apretado todos los botones de todos los aparados a mi alcance con imagen y sonido. He alcanzado a comprobar su emoción, la que él ha llevado a la pista sin pretender que el tenis deje de ser solo un juego, aunque transformado en espectáculo por el interés del dinero.
Nunca estimulé a nadie cercano a afiliarse a un equipo de fútbol; al contrario, mis predilecciones han variado según el estilo, porque en este ámbito esa es la única coherencia respetable o la única manera de no ser un chaquetero. Sin embargo, me alegra que los allegados o los amigos se alegren con Nadal. Aunque él no lo crea e incluso no lo sepa, no caben muchas comparaciones. Sobre todo, en lo que le hace más digno de respeto.
