
Tiempo de silencio.
Parménides nunca conoció un periodo tan largo que le permitiera concluir “nada cambia, todo permanece”. Pero lo concluyó. Este tiempo le debe un homenaje. La reiteración de los asuntos “de interés” abruma. Nada que añadir, todo que repetir.
Con esa sensación escribir se convierte en ejercicio gimnástico, voluntarista e irrelevante, porque el pensamiento se embota y los argumentos hieden a moho o a podredumbre; en el mejor de los casos, tal vez, a naftalina.
Sin embargo, uno siente que hay alguien que le espera y trata de romper la querencia lógica. Pero lee el periódico (el de hoy mismo, por ejemplo) y se enfrenta a la insignificancia de las noticias, de las que apenas cabe entresacar una muerte de más o una de menos.
Y como quiera que uno también ha despotricado de los tertulianos que opinan de todo a diestro y siniestro, un día sí, otro también y, normalmente, tres o cuadro veces por jornada sin sentir vergüenza de estar vomitando siempre la misma porquería, llegado el momento de sentarse ante la máquina, se ve afectado por la arcada y declina.
Pero también cabe entender que el silencio definitivo es una decisión costosa. Y entre lo irreversible y lo irresponsable, se comprende al que sucumbe. Sólo advertiré de que, en estos días, la escritura que uno suscriba –a la espera de tiempos más propicios al concierto– solo buscan, como el pianista que no desespera, hacer dedos.
No hay otra, o eso siento. Y sin embargo, aunque sólo sea para reproducir escalas, trataremos de mantener un cierto ritmo. La melodía es la que es: do–re–mi–fa–sol– la–si–do–re-mi–fa… do–si–la–sol–fa–mi–re–do–si-la-sol… El ritmo confirmará, en todo caso, el tesón para que el ejercicio no constituya una ofensa al que escucha al otro lado del tabique.
