
Cabía suponer que no tenían nada importante que decir, más allá de las consabidas palabras tranquilizadoras, del escaqueo de responsabilidades, de que todo no puede estar en todo momento bajo control, de que algo hay que hacer para que no parezca otra cosa, de que el gobierno se entera y más…
Los medios y la sociedad, por su cuenta, estaban alborotados: se había conocido el primer caso de ébola en España, una infección que afectaba a una sanitaria, del hospital superespecializado con medios astronómicos y astronáuticos.
Quizás por eso comparecieron, pero solo se pudo comprobar que el gobierno, si se entera, es de milagro. La ministra leyó unas frases irrelevantes y cedió los trastos, como quien se quita un dolmen de encima, a sus acompañantes, suponiendo –eso debían pensar los periodistas y los oyentes o espectadores– que estos otros tenían algo concreto que decir. Pero no.
A medida que los periodistas preguntaban y la ministra ejercía de presidente (porque se sentaba en centro mismo de la mesa, pero también por su actitud de don Tancredo, como el otro), la sosodicha aceleró el movimiento de sus cuatros papeles, secó repetidamente el sudor frío de las manos, se atusó el pelo, torció el mohín y fue mostrando un estado de pánico tal que, cuando uno de los informadores, antes de formular su pregunta, pidió “hablar con la ministra”, esta ni se enteró: miró a la directora general y calló. Ante la insistencia del reportero, volvió a mirar a diestra y a siniestra, y en medio del balbuceo general, habló sin responder.
Si cabe dudar de por qué y para qué la tal señora, que no se enteraba de lo que pasaba en el garaje de su casa, está ahí, no existe ninguna explicación para justificar para qué sale a la foto. Salvo que quiera ratificar que, evidentemente, es muy capaz de no enterarse de lo que ocurre en su garaje.
(En el garaje de referencia su marido guardaba los coches de lujo que los ingresos familiares no le permitían pagar, pero otros, innombrables, sí).
