
Salvados reapareció a lo grande. Pablo Iglesias y Albert Rivera, cara a cara, sin tapujos, sin corsés, sin miedo a las preguntas… Cualquiers parecido con los debates electorales al uso en este país, mera coincidencia. Y hubo entusiasmo en muchos ámbitos para reconocer el gran salto. Otros han preferido reducir la novedad al momento concreto en el que se produce: debate 2.0.
Frente al entusiasmo por lo formal, los criterios no han cambiado–importa quién ganó– mientras los expertos confrontan frases y actitudes como si todo fuera una cuestión que se resuelve con técnica y maneras, porque a la gente (e incluso a los ciudadanos, que debieran ser los mismos) se la convence o cautiva mediante fórmulas más allá de las propuestas.
Pese a todo, quizás no haya muchos motivos para obtener conclusiones sobre el gran nuevo debate. Porque no se puede asegurar que vaya a tener continuidad o que otros dirigentes estén dispuestos a someterse al experimento. Y, sobre todo, porque hay tanto artificio en la preparación del programa, en su presentación, en la puesta en escena y el rodaje e incluso, cabe suponer, en el montaje que habría que reconocer que Salvados volvió a ser un excelente programa de televisión, aunque quizás el debate político deba ser otra cosa.
Iglesias y Rivera discutieron vivamente, mantuvieron el pulso, apuntaron muchas ideas, desarrollaron pocas. Dejaron en evidencia a los que no participaron, por la rapidez de sus respuestas, por la capacidad de interrumpirse sin violencias, por el ritmo febril para el razonamiento. Esas percepciones las transmitieron, mucho más que los protagonistas, las imágenes, el montaje…
La audiencia (25,2 de share, 5,2 millones de rating) puso de manifiesto que un debate político puede ser un gran programa de televisión. ¿Sin necesidad de ser un gran debate político? Merecería la pena conocer muchas entretelas de este espectáculo.
