Segundo asalto: cambios en el formato

¿El debate electoral es el instrumento adecuado para grandes decisiones? Con ese interrogante terminaba la reflexión sobre el primero de los debates promovidos de cara a las próximas elecciones generales.

En la segunda ronda comparecieron los tres candidatos de la primera más la sustituta del ausente, que nuevamente se retiró de la confrontación. Es decir, estuvieron Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Albert Rivera y Soraya Sáenz de Santamaría, la vicepresidenta del Gobierno, porque su jefe, que en esta oportunidad no estaba en la cadena amiga, se fue a ver el programa en Doñana, que es, para los de su especie, un apartamiento ecológico y económico.

Primera cuestión: ¿Quién tuvo razón: los organizadores del primer debate, que se negaron a sustituir al ausente, o los del segundo, que dieron por buena la suplencia? Al  margen de que se reprochara, a través de la persona interpuesta, la afición escapista de Mariano Rajoy, ¿en casos como este se debe convalidar la representación? Es seguro que las presiones para evitar la silla vacía fueron muchas.

El debate electoral entre los máximos candidatos volvía a Antena3, la cadena que organizó el primero de todos los que se han celebrado (no muchos) en España. Y antes de que diera comienzo se advirtió cuánto ha cambiado el panorama. Lo más llamativo, la programación previa al evento.

Por ejemplo, mientras los debatientes iban llegando a las instalaciones de la cadena, saludando a los anfitriones, pasando a sus camerinos, oteando el escenario o posando antes de la disputa, Antena3 organizó una programación a base de tertulianos de distinta condición y conexiones con un teatro donde afines a cada una de las formaciones litigantes, con gritos y banderas, se aprestaban a presenciar, juntos y casi revueltos, el debate en ciernes.

Definitivamente, el espectáculo, el combate, el encono, como marco de referencia. Antes y después de ¿lo fundamental? ¿O al revés? Porque lo aparentemente fundamental alimentará una programación en los días sucesivos, de manera que la confrontación de ideas y proyectos será representada por especialistas del espectáculo televisivo, de la bronca y el ruido mediáticos. Así es la tele. Hoy. En 1993 no estaba tan claro.

El debate en sí se inició con una declaración de principios por parte de los presentadores: por primera vez, la iniciativa del formato pertenecía en exclusiva a (ellos añadieron “los”) periodistas. De hecho, la primera pregunta a cada uno de los debatientes fue tan personalizada que rehuyó cualquier polémica, hasta el punto de que uno de ellos recordó que “hemos venido a debatir”. A partir de ahí empezó lo anunciado.

A esas alturas ya había quedado claro que la realización televisiva del debate iba a estar por debajo de lo esperado: el decorado resultaba más atractivo que práctico, porque no siempre permitía encuadres limpios, sacando fuera del fondo a alguno de los personajes; las cámaras no conseguían trasladar la sensación de debate, porque con frecuencia mostraban a los intervinientes dándose la espalda y, en todo momento, con la mirada en un punto incierto; la posición de los protagonistas y la falta de asiento o atriles buscaba más la novedad que condiciones favorables para la discusión: tres horas de pie y en tensión no lo son.

Por el contrario había quedado también claro que en la moderación del debate había dos periodistas dignos de tal nombre. Ambos asumieron su papel. Ana Pastor moderó una tendencia al histrionismo que en sus programas cultiva y Vicente Vallés ejerció como es: un tipo al que sus posiciones ideológicas no le impiden mantener una actitud tan equilibrada como incisiva ante sus entrevistados. Curiosamente dos presentadores que, antes de estar donde ahora se encuentran, en La Sexta y en Antena3, compartieron platós en TVE (¡todo un símbolo de aquellos tiempos!).

Dicho queda: Vicente Vallés y Ana Pastor ejercieron de moderadores del debate con un tono completamente novedoso (y meritorio). Sin embargo, corrieron el riesgo de llevar la discusión al terreno que gusta a los periodistas más que al que necesitan los ciudadanos; a que se notara la impronta crítica en detrimento de unas preguntas, nítidas y abiertas, que favorecieran la confrontación de planteamientos y propuestas. Y sobre todo en algún momento se echó en falta que exigieran veracidad y rigor en los argumentos esgrimidos por los debatientes, empeñados en confundir al espectador siempre que los argumentos rivales tocaban aspectos calientes.

¿Y el debate? Nada nuevo. La vicepresidenta, con un papel incómodo, sobrellevó el “embolado” con la habilidad de sus muchas ruedas de prensa y una cierta capacidad para la trifulca callejera; mejor en las réplicas que en las propuestas; con más brillo en la refriega que a la hora de abrir un tema con una reflexión general. Los demás en su tono y con un discurso repetitivo, como de cliché o argumentario, como si allí se tratara de extractar el guión de los mítines y de buscar frases probadas para cerrar las intervenciones. A Pedro Sánchez le volvió a apretar la pinza que sobre él traman Ciudadanos y Podemos. A Albert Rivera le delatan sus prisas para arribar a donde nadie esperaba hace muy poco. Pablo Iglesias encontró un tono más reflexivo que culminó con un minuto final  en el que se entregó con un tino incuestionable al recurso de la emoción.

Concluido el acto solemne, retornó lo fundamental: el griterío de las tertulias y la bronca de los seguidores en pos del ganador que todos los candidatos quieren ser y que los profesionales de los medios necesitan. Aunque el mérito poco tenga que ver con la calidad de sus análisis y propuestas.

Y así hasta el próximo debate. Entonces no se discutirá sobre el fraude de la suplantación o la silla vacía, sino de la exclusión de dos candidatos que pueden ser decisivos en la política española de los próximos años. No cabe duda de que PP y PSOE lo han reclamado. Tampoco de que muchos poderes fácticos, sobre todo económicos, también lo han apoyado. En ese contexto se extenderá la sombra de los debates de otros tiempos.

Sin embargo, a la vista de lo visto y escuchado, de las conclusiones que se alzan en la calle e incluso en algunos medios, es muy posible que se mantenga las dudas acerca del efecto que este tipo de debates genera; entre otras, si son el instrumento adecuado para la reflexión que las decisiones trascendentes, como estas elecciones generales, requieren. Aunque tal vez sea la propia sociedad la que rehúsa cualquier reflexión compleja o, cuando menos, sosegada.

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