En la comunicación de masas e incluso en la sociedad actual el lenguaje emotivo prima sobre el racional. El predominio de la imagen, caliente, sobre el texto, frío, resulta decisivo para la argumentación y el debate. Incluso en la relación personal el lenguaje emocional (incluido el gestual) se impone al discursivo.
Este es un tema recurrente en muchos comentarios que aparecen en este lagardeideas y sobre el que habrá que volver, por ejemplo, para analizar en qué medida los textos que se imponen en las redes sociales se han llenado de imágenes. Y no solo por la creciente utilización del vídeo sino también porque, como ponen de manifiesto los tuits más celebrados, la argumentación más eficaz no se basa tanto en conceptos como en sugerencias y éstas remiten con frecuencia a una iconografía. Podría aducirse, en ese mismo sentido, el hecho de que ese medio de comunicación textual obliga a forzar el argumentario a 140 caracteres, lo que estimula también a lo emocional más que a a lo discursivo.
En ese contexto, y en la medida en que la primacía del discurso emotivo es siquiera un aspecto fundamental del lenguaje totalitario, parece necesario alertar acerca de ese fenómeno. Entre otros asuntos, conviene que los profesionales de la comunicación sean conscientes de esa realidad para que, luego, en función de sus principios o sus intereses, tratan de advertir, moderar o equilibrar una tendencia comunicativa, tal vez ya, inevitable.
El discurso se resuelve con imágenes y la emoción es más fuerte que el raciocinio. El problema no radica tanto en el rumbo que marca esa realidad comunicativa con relación a cada uno de los problemas que se plantean, porque no es unívoco, sino en el hecho de que el pensamiento se base en emociones más que en argumentos.
La actualidad está llena de ejemplos: la polémica acerca de los desahucios, el debate identitario en Cataluña, los análisis cotidianos en torno a la crisis económica… Sin embargo, algunos asuntos que vienen de antiguo o que se enmarcan en referencias ideológicas globales (la importancia de lo público, ya sea la educación o la sanidad, por poner algún caso) aún conservan un cierto regusto racional.
Y en esos casos, el complemento emotivo, las referencias en imágenes o en historias ejemplares, refuerza a efectos comunicativos el poder de los argumentos tradicionales. O sea, que no se trata de condenar sino de advertir, y de estimular al uso de la palabra (el logos, el verbo o el concepto clásicos) para solventar o acrecentar dudas y, sobre todo, para resolver las diferencias y construir una sociedad con sentido y, por ello también, con sentimiento.
(A esta reflexión me condujo, hace un par de días, el Hora25 que Àngels Barceló realizó, desde un restaurante/taberna colindante, en torno al futuro del Hospital de la Princesa de Madrid. Para mayor satisfacción, la intervención de los tertulianos estuvo a punto de desaparecer).
