
En Libia no se sabe qué ocurrirá. Una parte de las tropas internacionales quieren poner pies en polvorosa. Otras prefieren aguantar otro rato. Los primeros piensan que ya no dan más de sí y los segundos que ahora les queda educar al monstruo que ellos mismos han generado.
No están seguros de lo que va a ocurrir. Han visto cómo exhibieron su poder frente al moribundo Gadafi y les han surgido las dudas.
Siempre que pasa igual sucede lo mismo. Mírese donde se quiera. Se interviene en nombre de valores sacrosantos y se acaba consagrando a delincuentes. Se ofrece apoyo a un chalado y se termina haciendo aspavientos ante el sátrapa al que ellos mismos educaron. Se alude a la democracia y la justicia un minuto antes de asesinar sin juicio previo; luego toca escandalizarse por la exhibición de la barbarie.
Lo ha dicho el propio Obama: ¡Qué gran diferencia entre la muerte de Bin Laden y la de Gadafi! ¿Por qué? La impudicia exhibicionista de la segunda frente al aséptico trabajo de gabinete de comunicación de la primera. O sea, el asesinato, si es discreto, tiene encanto. Justificación, al menos.
Este mundo ha perdido a dos tipos repugnantes, pero las muertes de Bin Laden y Gadafi le han hecho necesariamente mejor.
