El cénit marca el inicio del ocaso

El director del periódico me recibió con cordialidad, casi con afecto. Nos conocíamos por diferentes razones, incluso habíamos comido (o cenado) juntos, en una mesa de apenas cinco personas, lo que algunos entienden como un signo de familiaridad o, siquiera, de complicidad. Me parecía más importante haber colaborado reiteradamente en el medio que el propio director había creado en diferentes ocasiones. Sin embargo, me sentía tenso, inseguro. Había acudido a pedirle trabajo, no porque no lo tuviera, sino porque aquel periódico era el espacio profesional que culminaba mis expectativas. Quizás por ello agradecí la cordialidad, casi el afecto.

Aseguró que le agradaban mis colaboraciones, que mi trabajo les interesaba, que debíamos esperar una oportunidad que podría producirse más o menos pronto. Entonces quise aportar el argumento definitivo, el que acabaría con cualquier duda o recelo. Quiero trabajar en este periódico, expliqué, porque me identifico con sus planteamientos, porque entiendo la profesión de una manera colectiva y que aspiraba no solo a estar contento con lo que se publicara con mi firma sino de todo aquello que apareciera en las páginas de cada día; y que eso sólo allí lo veía posible.

Me miró raro. Al principio, pensé que pasaba por alto mi discurso; luego, que él, el director del medio, no creía en ese planteamiento. Más tarde observé idéntica actitud  en algunos de sus más directos colaboradores ante mi repetido argumento.  Me había planteado aquel momento como un paso decisivo para alcanzar el cénit de mi carrera, entendida como ejercicio profesional digno y compartido, pero resultó que había iniciado, sin saberlo, el camino de vuelta, de marcha atrás, de retroceso. No había sendero donde yo soñaba.

Lo recuerdo muchos años después. Debió ocurrir allá por 1982 o 1883. Y ahora constato lo que ha pasado tras aquel preludio.

Artículo anteriorCambios y reformas para bien
Artículo siguienteLa crisis de los escarabajos