El lúgubre destino de la revuelta popular

Los egipcios, muchos miles, han vuelto a la plaza de Tahir de El Cairo, a las calles –otra vez, ensangrentadas– de las principales ciudades o a los espacios universitarios. Tras conquistar la caída del dictador Mubarak, tratan de impedir que su sucesor, Morsi, lo haga también al frente de un régimen totalitario.

¿Esta revuelta repetida expresa el fracaso de la última gran revolución popular? ¿O, al contrario, esta revuelta renovada manifiesta la profunda convicción de una sociedad no resignada?

Surgen preguntas:

¿Será verdad que las revoluciones espontáneas surgidas de la calle concluyen más pronto que tarde en frustración y, en muchas ocasiones, en una opresión de nuevo cuño?

¿Habrá motivos que ayuden a entender una realidad tan lúgubre?

Estas revueltas conseguen negar el sistema establecido y expresar la rabia popular, pero no alcanzan a articular un proyecto coherente común y mayoritario. El esfuerzo que requiere la batalla contra el régimen impuesto amaina tras la consecución del primer objetivo, el imprescindible. Y entonces se advierte la ausencia de liderazgo y de organización.

Cuando llega el tiempo del cambio, incluso mediante una elección democrática, la multitud que se expresó en la calle siente que la nueva realidad tampoco canaliza sus aspiraciones.

Llegan otros. Cambian algunos modos. En el mejor de los casos, los ciudadanos aparcan, u olvidan, sus sueños: ya solo se habla de la organización y liderazgo.

En Egipto han vuelto, no resisten. Aquello no parece democracia.

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