El reclamo de la desgracia

Cuando los médicos que trataban a su hija Nadia, de apenas siete años, le dijeron que estaba condenada a morir en breve plazo –así lo entendió él–, Fernando se desesperó. No pudo asumir aquel presagio, no quiso callarlo, no supo entenderlo. Se comprende fácilmente.

Se comprende también que a su desesperación respondiera con violencia, buscando un culpable que no fuera él mismo, reclamando cualquier terapia imposible, tal vez a sabiendas de que en esas circunstancias lo único que se ofrece son remedios falsos, fraudulentos (de los que sus valedores consiguen pingües beneficios) y siempre extraños, esotéricos, porque la ignorancia envuelta de misterio ampara patrañas humillantes.

Se comprende la desesperación de Fernando y también se podría entender su conciencia culpable, tan inevitable en situaciones límite, tan aniquiladora del propio raciocinio, tan destructiva cuando se trata de salir adelante. Si la inocencia de la niña era desde cualquier perspectiva irrefutable, sólo él, que la engendró, la atendió, la cuidó, podía ser responsable de su desgracia. Y frente a eso sólo cabía el estruendo de su propia demolición o el sarcasmo de un cuento que se fue llenando de falsedades para hurtar la realidad.

Quizás.

brujeria-para-separar-a-una-parejaResulta difícil juzgar a Fernando, aún a sabiendas de que las mentiras se impusieron sobre la realidad, de que la enfermedad y su pronóstico quedaron envueltos en invenciones estrafalarias y falsedades que reclamaban cada día nuevas y mayores tergiversaciones. Tal vez todo haya ocurrido así, en más o en menos, y Fernando no sea un mero timador compulsivo capaz de hacer trampas con su propia hija en provecho propio. No importa demasiado. Ahí no radica la gravedad del caso.

Se puede comprender a Fernando y se puede comprender la zozobra de quienes escucharon su relato de primera mano, pero no cabe la condescendencia con quienes, ajenos a cualquier sentimiento de culpa, teniendo capacidad para distanciarse del problema, no encontraron un instante para la duda; ni siquiera, un prejuicio aconsejable: en estos casos el fraude acecha.

En todos los rincones de la geografía española surgen frecuentemente casos como el de Nadia. Enfermedades raras, niños desahuciados, padres impotentes ante la desolación y amigos dispuestos a apoyarles en la búsqueda de soluciones quiméricas. Tratamientos milagrosos, recomendaciones místicas, esoterismos impunes, recaudaciones incontroladas.

orbs-on-la-boveda-espiritualLa comunidad científica carece de medios para investigar afecciones minoritarias. La industria farmacéutica las desprecia por ruinosas. Los enfermos y sus familias se sienten abandonados y despreciados por una sociedad que dispendia recursos en estupideces. Sin embargo, esa misma sociedad, incluso en estos tiempos, dispone de recursos para ofrecer los mejores tratamientos posibles a quienes carecen de tratamientos plenamente eficaces. Y los ciudadanos que exigen atención a los casos “raros” deben ser los primeros en desaconsejar la manipulación y el engaño de las terapias milagrosas ajenas a la razón e incluso a la justicia.

Lo contrario no admite comprensión. En el caso de Nadia han participado, a partir de que se lanzara el reclamo, múltiples colaboradores y numerosos cómplices de postín, también beneficiarios de la patraña (Fernando, al margen); han intervenido medios de comunicación, con sus estrellas y sus equipos periodísticos de apoyo, dispuestos a explotar la desgracia en busca de la audiencia. En esos casos no se puede hablar de solidaridad sino de estupidez o maldad –o ambas cosas– y de un profundo desprecio a la razón, a las instituciones públicas que aún funcionan y a la ciencia.

Así se explica que cada día abunden más los brujos, los hechiceros y quienes confían en ellos.

(Y si cabe en esta reflexión una digresión frívola, hasta las urnas se llenan de votos en apoyo a sus mentiras).

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