Dentro de un tiempo, tal vez breve, tendré quizás que corregirme, pero llevo unos días en que me siento en la obligación de dejar constancia de mi sorpresa y mi admiración por el comportamiento de un ciudadano, al que no conozco e incluso del que no había oído hablar antes. Se llama Roque Moreno, era portavoz socialista en el Ayuntamiento de Alicante y ha dejado de serlo porque hizo algo que reconoce como incompatible con su responsabilidad pública.
¡Qué tendría que hacer para llegar a esa conclusión!, pensarán quienes desconozcan el caso.
Muy sencillo y muy claro: recomendó a un empresario al hijo y a la mujer de un amigo suyo, en difícil situación profesional, para que los ofreciera trabajo. Hizo una llamada por teléfono que, tiempo después, se hizo pública. Lo explicó el interesado de manera irreprochable:
«He realizado una llamada de teléfono pidiendo un puesto de trabajo para un compañero que, además, es un gran amigo. Es un error. He cometido un error y pido disculpas, en primer lugar a la sociedad alicantina. Hay muchos casos dramáticos que requieren como mínimo la igualdad de oportunidades. Y también pido disculpas a mis compañeros, a mi gente, porque desconocían la existencia de este error».
Y con ésas –hasta donde puedo saber– el ínclito Roque Moreno dejó su cargo como secretario general del PSPV en Alicante y como portavoz municipal del grupo socialista. Dijo adiós, porque había hecho algo incompatible con la ética que corresponde a un cargo público de izquierdas. Impecable decisión, aunque incomprensible a tenor de lo que se cuece en estas tierras.
El empresario al que acudió Roque Moreno en busca de recomendación, es verdad, se encuentra entre los imputados en el caso Brugal. Pero a la vista de lo que se cuece en las ollas podridas de Brugal, Gurtel o Fabra, de aplicarse los criterios éticos de Moreno, la Comunidad Valenciana podría quedar huérfana de cargos públicos. Y no se me ocurre a dónde habría que acudir para conseguir, siquiera, una reducida comisión gestora.
En estos casos siempre recuerdo a un joven catedrático de Filología Inglesa que en la Universidad de Salamanca practicaba una costumbre ejemplar. Todos los años, días antes de que se desarrollaran las pruebas definitivas de evaluación del curso y antes, por tanto, de la publicación de las notas, colgaba en el tablón de anuncios la Lista de alumnos recomendados. Allí aparecían uno tras otros los jóvenes a los que alguien había acudido a socorrer ante el riesgo de que su esfuerzo o capacidad no resultaran suficientes para el aprobado, el notable o el sobresaliente apetecidos. Y allí aparecían también los recomendadores, ya fuera parientes, allegados o profesionales del enchufe.
La lista provocaba efectos varios: la vergüenza del recomendador, el sonrojo del recomendado y la advertencia a futuros recomendables y recomendadores del escarnio a que les sometería cualquier encomienda, así como la constancia del nulo valor de la recomendación, puesto que una vez hecha pública no habría juicio más severo que el de los propios compañeros.
Sin embargo, tengo la impresión de que, frente a la inveterada costumbre del enchufe y a la desfachatez de enchufadores y enchufados, aquella admirable costumbre del catedrático de Inglés le causó más problemas que parabienes y que, si mantuvo sus hábitos en el tiempo que aún permaneció en Salamanca, fue por su condición de hombre digno. Mas no estúpido. Y por eso temí que alcanzada otra edad y otro destino hubiera abandonado tan estimulante costumbre.
Nada extraño cuando existen sentencias judiciales que avalan el fraude de la recomendación. Conocí a un senador al que un periódico local, entre faccioso y facineroso, le acusaba insistentemente de haber influido decisivamente para que el Ayuntamiento de la localidad contratara a su esposa. De nada valió que se ofrecieran pruebas de que la proba funcionaria había conseguido su plaza mediante concurso público e incluso antes de que su marido tuviera cargo político alguno. Las críticas siguieron porque los medios que practican ese tipo de delación son en esencia totalitarios: ejercen poseídos de la verdad, la verdad se deriva de su poder.
Pero tanto y tanto reincidieron en la acusación –un medio puede acusar de algo falso a diario, pero la réplica se puede publicar, breve y escondida, una sola vez en la vida–, que el senador decidió acudir a los tribunales aún a riesgo de conseguir mayor descrédito mediático. Era un caso clarísimo, dijeron los abogados.
Y lo fue: el juez sobreseyó el caso. No había motivo para la demanda, la querella o lo que se quisiese. ¿Cómo iba a existir falta, delito o trapacería si aquello de lo que el periódico acusaba al político era no sólo lo normal sino lo que un buen marido debía hacer en favor de su esposa?, ¿cómo considerar injuria, insidia o calumnia lo que los ciudadanos percibían como glosa, laudo y elegía de un comportamiento ejemplar?, ¿qué otra cosa le correspondía al cónyuge que insistir e incluso forzar la contratación de su señora?, ¿qué sentido tendría, en caso contrario, el matrimonio mismo?
Y ahora viene Roque Moreno y dimite. Admirable. E increíble.
(Una admiración que hago extensiva a Javier Coy, el catedrático mencionado, y a Miguel A. Quintanilla y a Ana Tizón, ex–senador y funcionaria por elección democrática y concurso público respectivamente).
