Le condenaron por llamar nazi, de manera reiterada, a un médico, perseguido por el PP y acusado falazmente por practicar sedaciones a enfermos terminales, pese a la idoneidad de las mismas e incluso a la autorización de los familiares. La condena sirvió para que algunos medios clamaran contra el espectáculo basura de las tertulias televisivas en las que participan sus profesionales e incluso, a veces, sus propios directores. Las diatribas se extendieron a las dos cadenas donde el condenado injurió al profesional inocente. La propia sentencia lo hacía.
Me sorprendió la equiparación entre el medio público, donde el condenado lanzó sus injurias por primera vez y en el que la conductora del programa recriminó al tertuliano por los términos empleados, y el medio privado, donde le invitaron precisamente para que repitiera una y otra vez los mismos calificativos con que sorprendió en el primero.
La sentencia planteaba cuestiones de interés, algunas discutibles y otras incompletas.
Parecen irrefutables las críticas a las cadenas y a la lógica interna de esos programas que estimulan la necedad o el vituperio, y no sólo a los ejercientes de lo uno o lo otro.
Merece atención el hecho de que el juez sitúe a las operadoras de televisión en el punto de mira cuando afirma que la actitud del tertuliano “fue conforme con lo que de él se esperaba en el espectáculo televisivo”, donde el ser faltón y lenguaraz es “un atractivo”, hasta el punto de que “verter frases injuriosas en ejercicio de una actividad profesional le proporcionó (al condenado) prestigio y alimentó su atractivo como contertulio”. Sin embargo, prosiguiendo esa argumentación, el juez podría haber recriminado a los ciudadanos, o al menos a los espectadores, la responsabilidad última del disparate. Estos formatos existen porque alguien los pone en marcha y porque muchos los siguen: la perversión de los programadores cuenta con la complicidad de otros muchos que sólo consumen.
Sorprende, sin más, que la sentencia homologue los dos programas afectados por el juicio y el injuriador; que concluya que “el resultado producido no puede considerarse completamente inesperado” –la conductora de la cadena pública recriminó públicamente al tertuliano injuriador– y que acuse a la presentadora de haberle permitido seguir en el programa.
¿Es que este juez no ve la tele? ¿Es que no la ven los medios que reclaman la inclusión de sus directivos o sus profesionales en esos programas y que en esta ocasión han aprovechado el paso de esta sentencia-pisuerga para abalanzarse sobre la perversa televisión, incluida la pública? ¿Por qué esos mismos medios esgrimieron la libertad de expresión cuando TVE retiró un programa en el que un conocido periodista, aparte de injuriar, acusaba a varias personas de la comisión de delitos sin presentar la más leve prueba ante un presentador que enfocaba su mirada hacia la estratosfera?
La sentencia provoca una reflexión seria y severa. Una cosa es reflexionar sobre problemas graves que nos afectan y otra acarrear agua al molino propio.
