
¿Es acaso más grave la pornografía que el terrorismo o el asesinato? ¿Qué importancia tiene la existencia de una revista pornográfica en un domicilio? ¿Por qué se utiliza como argumento de depravación moral o de denigración definitiva del delincuente? ¿Es perseguible, ilegalizable o meramente denostable? ¿O no podría decirse de ella que a quien dios se la dé san Pedro se la bendiga?
Tengo amigos consumidores, otros coleccionistas y uno experto en cine porno. Yo mismo he hojeado revistas y he observado alguna película, aunque no recuerdo ningún visionado completo. ¿Seré yo también un peligroso criminal en potencia? ¿Lo serán ya mis amigos más adentrados en el insondable misterio de la desvergüenza?
Su afición a la pornografía no agrava los crímenes de Bin Laden, tampoco acerca al instigador de tales barbaries al común de los mortales; resulta simplemente irrelevante. ¿Por qué se utiliza como argumento definitivo de la iniquidad?
¿Por qué se acepta ese argumentario? ¿Para mostrar las contradicciones del que asesina en nombre de nombre de dios? ¿No es suficiente contradicción la de matar en nombre de dios? Sin embargo, así se ha matado y así se sigue matando. ¿El problema es la pornografía o el fanatismo?
He llegado a este punto recordando un pasaje de El asiento del conductor, de Muriel Spark: «Nada de volar desde Barcelona, le dije. Yo soy una creyente estricta, de hecho, una Testigo, pero no confío en las líneas aéreas de los países cuyos pilotos creen en la otra vida. Se va más seguro con los incrédulos».
