La huelga del pataleo

Había muchas razones para convocar a la ciudadanía, a los trabajadores e incluso a los sindicalistas para expresar la protesta de todos, juntos, contra  lo que está pasando. Por eso, en esta ocasión me sumé a la huelga negándome a escribir en este lagardeideas ni siquiera en torno a la propia huelga. No es posible sacudirse tanta veneración a lo que significa y supone una huelga general cuando se tiene un pasado que hubo de navegar y revolverse durante más de veinticinco años en una dictadura.

Confieso que ayer hice huelga y que, por tanto, los convocantes pueden sumarme entre sus seguidores. Asumo el riesgo, aunque debo confesar, también, que acudí a un bar por la mañana a tomar café y a otro por la tarde para dar cuenta de una botella de agua mineral, y que aproveché la inactividad para viajar de una ciudad a otra, suponiendo que el hecho de estar en ruta no me convertía en esquirol ni mermaba la eficacia de la protesta general, puesto que, pese a tener un coche híbrido, mi consumo de energía no podía ser computado por la red eléctrica, el gran instrumento para medir en estos tiempos el seguimiento y la intensidad del gran paro nacional.

Nunca hubo, después de aquella nefasta época a la que ya he aludido, mayores motivos para que los sindicatos convocaran una huelga general: los seis millones de personas sin trabajo que ya damos por inevitables en unos pocos meses, el avasallamiento a los derechos laborales, el sometimiento de la acción política a los intereses económicos –sobre todo, a los financieros y a los puramente especulativos–, la mendacidad de un gobierno que ha elevado a la máxima potencia todo lo que criticaba en su etapa de oposición al anterior sin conseguir el más mínimo resultado, la ola de reaccionarismo feroz en el que están a punto de perecer algunas de esas medidas de civilización que llamamos orgullosamente conquistas sociales… Se puede seguir.

No podía imaginar más motivos para acudir a una huelga. No había previsto que todas estas circunstancias podrían coincidir después de haber salido de aquel aciago periodo de miseria y frustración. No había otra opción: sólo quedaba la huelga general. Sin embargo, durante los días previos, en el de autos e incluso hoy mismo me siento asaltado por algunas dudas. Por ejemplo, en otros momentos similares, en huelgas anteriores, no me había mostrado tan clarividente y ya fuera en razón de mis deberes profesionales o de mis responsabilidades alenté algunas dudas y, en definitiva, una posición más ambigua.

Las reivindicaciones de los sindicatos no primaban, pensaba entonces, el derecho al trabajo y la necesidad de trabajar de los parados sino que ponían en primer término la propia supervivencia de la organización y de sus cuadros. ¿Todo había cambiado en esta ocasión? No tenía motivos para confiar en la transmutación de la dirigencia sindical ni de la propia funcionalidad de sus organizaciones. ¿Entonces?

El gobierno ha traspasado algunas líneas rojas, que es así como se dice ahora. Tantas,  tan de golpe y tan inútiles a lo que se ve, después de haber negado no sólo el traspaso sino el mero paso, que habría que darle alguna colleja. Colleja, capón y más. No obstante,   ¿el problema radicaba en la abundancia de medidas, en la rapidez de las decisiones, en la negación previa de las mismas o en las propias medidas y decisiones? ¿Cabían otras? Por supuesto. Sin embargo, ¿no están de acuerdo con ellas los partidos que representan al 80 por ciento de la ciudadanía, salvo en si debían ser un poco más o un algo menos? Echemos la vista atrás tan solo un poco.

Son otros los que obligan a estas acciones: la UE, los mercados, la hecatombe inevitable si en lugar de emplear los recursos disponibles en salvar a los bancos los hubiéramos empleado en salvar a los parados… Y más, mucho más. ¡Porquísima miseria! ¿Entonces? ¿Qué es lo que se busca, lo que se quiere, lo que se propone? ¿Quién lo va a ejecutar? ¿Los que ayer se solidarizaron con los sindicatos después de haberse caído del caballo hace un par de años y tratar de subirse ahora a la burra dos años después del primer accidente? ¿Los que nunca reconocieron haberse caído de ningún equino, aunque carezcan de propuestas factibles y, en consecuencia, más allá de algunos brindis al sol, se niegan a hablar de las cosas por su nombre: pongamos por caso, renunciar a la soberanía nacional para convertir a Europa en el centro del debate y la acción política o, al contrario, renunciar a Europa y al euro con todas sus consecuencias.

La negación de otra política económica diferente a la que se ejecuta es, sin duda, una de las grandes aberraciones que nos ha llevado al desvalimiento de esta sociedad, inerme ante los mercados, sometida una irreflexión repleta de consignas y, en consecuencia, incapaz de entender, interpretar, proponer, desarrollar alternativas que desborden los tabiques de la propia casa; y casi ni eso.

Sí, hay que protestar, siquiera para proclamar que en una sociedad muerta hay algunos ciudadanos vivos. Hay que protestar a diario, para no ser meros zombis que salen del ataúd apenas algún rato. Hay que articular la crítica con el horizonte de una transformación que repercuta en la vida de quienes viven en condiciones más precarias. Hay que resolver: qué queremos y cómo podemos caminar en esa dirección. Las propuestas que se nos ofrecen sólo sirven para ir donde no deseamos. Ya sea porque esa es la opción querida o porque sólo conocemos caminos que llevan en dirección contraria. Hay también senderos en medio de la maleza para acabar en ninguna parte.

¡Menudo cuadro! Por eso había que hacer huelga. Contra casi todo y favor de casi nada. Tan solo en solidaridad con los perdidos.

 

– Está bien. Sin embargo, esta incitación a la rebelión es, en realidad, tan solo, un himno a la impotencia. Todos los que tienen poder se frotan las manos.

– Volveremos a empezar. No queda otra. ¡¿Se van a enterar?!

 

 

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