
RETORNO AL PASADO
1951. Mirtle Dunnage, a quien todos llaman Tilly, regresa a la remota aldea australiana de Dungatar ataviada de forma aparatosa gracias a la experiencia adquirida como modista de alta costura en los mejores centros de Londres, Roma o París. Su vestuario y sus modales chocan con el aspecto de la gente del lugar, una galería de personajes atrabiliarios, caricaturescos, que la odian porque aseguran que cuando era niña mató a un compañero de escuela, lo que provocó que el jefe de policía del lugar –de quien sabremos, por ejemplo, que es aficionado a travestirse y se excita con las telas lujosas y las lentejuelas– la enviase lo más lejos posible de allí.
Tilly vuelve, en parte para aclarar ese oscuro episodio que ni ella misma recuerda bien, y en parte para ajustar cuentas con un vecindario tan hostil. Empezando por su propia madre, desmemoriada, colérica y que tampoco se sabe muy bien si finge, por lo que la convivencia con ella será muy difícil en la desvencijada casa familiar. La protagonista llega, además, como un vaquero del oeste que ha triunfado lejos de su lugar de origen, disparando pelotas de golf en vez de balas del 45 contra las viviendas de quienes más daño le hicieron en el pasado.
Con este planteamiento humorístico, cercano a la farsa de trazo grueso, es difícil adentrarse en la psicología del personaje central y descubrir si detrás de sus múltiples y disparatadas peripecias con los lugareños hay algo más que un divertimento a todas luces exagerado. Porque al cabo de algún tiempo, el tono de la película parece girar hacia la comedia romántica, cuando Tilly entra en contacto con el joven y apuesto Teddy McSwiney, relación que acabará de forma abrupta y en cierto modo circular; después adopta un tono de intriga, con la investigación sobre el hecho que dio origen a todo: la muerte del escolar y el papel que desempeñó la maestra en lo que habría de convertirse en leyenda negra de Tilly; y por el camino apunta todavía situaciones propias de otros géneros más o menos clásicos.
Si a todo eso se añaden unas cuantas referencias cinéfilas traídas a colación de forma un tanto arbitraria, desde las imágenes de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, hasta una alusión más que velada al simbólico strip-tease de Rita Hayworth en Gilda (Charles Vidor, 1946), pasando por varias referencias a Al sur del Pacífico (South Pacific, 1958), de Joshua Logan, y hasta una broma desangelada sobre Superman (se supone que a propósito de la primera versión, dirigida por Spencer Bennet y Thomas Carr en 1948), el resultado es una especie de batiburrillo ante el que uno no sabe muy bien a qué carta quedarse, aunque tenga claro que a una cinta como esta no se le puede pedir realismo, ni siquiera verosimilitud, pero sí quizás una estructura algo menos arbitraria. Porque todavía hay que referirse a los numerosos insertos que salpican el relato, en forma de saltos atrás en el tiempo, definidos, para que no se confunda nadie, por una fotografía saturada en colores cenicientos, pero que, salvo el último, ¡por fin!, tampoco explican nada útil.
Por el camino queda la sospecha de que la cineasta australiana Jocelyn Moorhouse ha querido hablar de temas serios como los relacionados con el recuerdo y la culpabilidad, los contrastes entre el refinamiento de una sociedad irónicamente avanzada y la tosquedad imperante en una comunidad anclada en el pasado. Pero todo eso se difumina por lo desaforado del envoltorio. Es verdad que la directora no se ha caracterizado precisamente por la contención temática y visual de su obra. Ya se apreciaba al parecer esa tendencia en varios de sus filmes anteriores, los dos primeros rodados en Australia (Pavane, 1983, y La prueba / The Proof, 1991) –adonde ha vuelto a filmar ahora, al cabo de casi veinte años, con la colaboración como coguionista de su pareja en la vida real, P.J. Hogan– y los otros dos en Estados Unidos: Donde reside el amor (How to Make and American Quilt, 1995) y Heredarás la tierra (A Thousand Acres, 1997).
Contando casi siempre, y ese es otro rasgo frecuente en su filmografía, con intérpretes muy conocidos a la cabeza de los repartos. Como aquí Kate Winslet, sobre quien recae todo el peso de la historia, bien secundada por una casi irreconocible Judy Davis en el papel de la madre, y Teddy McSwiney en el del galán. Demasiada parafernalia para un retorno al pasado que se queda a mitad de camino.
FICHA TÉCNICA
Título original: «The Dressmaker». Dirección: Jocelyn Moorhouse. Guion: Jocelyn Moorhouse y P.J. Hogan, sobre la novela de Rosalie Ham. Fotografía: Donald McAlpine, en color. Montaje: Jill Bilcock. Música: David Hirschfelder. Intérpretes: Kate Winslet (Mirtle ‘Tilly’ Dunnage), Liam Hemsworth (Teddy McSwiney), Sarah Snook (Trudy Pratt), Hugo Weaving (sargento Farrat), Judy Davis (Molly Dunnage), Caroline Goodall (Elsbeth), Kerry Fox (Beulah Harridiene), Rebecca Gibney (Muriel Pratt). Producción: Amazon Studios, Apollo Media, Films Art Media (Australia, 2015). Duración: 118 minutos.
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