Recuerdos de las ferias que no volverán

Siempre quise ir a las ferias de mi pueblo. Entonces se celebraban a principios de junio y, entre exámenes y otros entretenimientos posteriores, no había manera de pillarlas. No sé si era la nostalgia de los caballitos o el olor aceitoso de los churros lo que me fascinaba, porque, en realidad, no solíamos probar ni de lo uno ni de lo otro; nos conformábamos con mirar.

De las ferias infantiles, de las que apenas conservo ciertos barruntos sin apenas memoria, recuerdo pocas cosas. Apenas, una caída que me dejó una amplia cicatriz en la rodilla derecha: intenté subir a un carrusel en el momento en que empezaba a girar, hubo que taponar la herida con trapos y echar a correr para que nadie advirtiera el descalabro; lo conseguimos; regresamos a casa, capitaneados por quien estuviera aquel día a nuestro cargo, antes de que lo hicieran mis padres, que me encontraron bien tapado, con los ojos cerrados y escondiendo el dolor dentro de la cama. Al día siguiente ya no había manera de achicar el desaguisado.

Creo recordar también que alguna vez mi abuelo me llevó a los toros y, en una ocasión, nada menos que a ver (tal vez yo mismo he construido el mito) a Antonio Ordóñez. Ni entendía ni me gustaba, pero algo me debió quedar de aquellos lances para que en algún momento de mi vida llegara a escribir crónicas taurinas. ¡Qué paradojas!

Luego llegó el colegio lejos de la querencia y la añoranza de aquellos días en los mirábamos a los caballitos y a los niños que subían una y otra vez a las atracciones instaladas en el Parque. No había envidia. Observar era en sí mismo divertido. Y por eso quería ir a las ferias de mi pueblo: a ver.

Al  terminar la reválida de cuarto de bachillerato, que anticipaba el fin de curso con relación al resto de los años, logré por una única e irrepetible vez llegar a las ferias antes de que se hubieran marchitado. Ese día, para premiar el resultado de la prueba, me dieron dinero para ir al cine: El Cid, de Chartlon Heston, un vaquero con lanza. Me pareció una tontería (empezaba a tener juicio), pero estar en el cine, y solo, equivalía a un reconocimiento: había entrado en la edad adulta. Así lo interpreté. Aún no había cumplido trece años.

Ahora ya no quiero ir a las ferias de mi pueblo. Se han hecho mucho más elitistas: por lo que leo, solo hay bares y casetas; actividades recreativas, pocas; culturales… Los capitostes locales piensan que ahí, justamente ahí, están los toros. Aunque el número de festejos ha ido decreciendo, ahora mismo son lo único que justifica que la ciudad hable de sus ferias y fiestas.

Este año, acabo de enterarme, la austeridad municipal se ha impuesto Para todas las fiestas el Ayuntamiento ha comprometido 100.000 euros. De ellos, 63.000 para una corrida de toros y otra de rejoneo.

Leo y releo la noticia. No lo entiendo. 63.000 euros públicos para dos festejos impúdicos.

Los actuales niños de mi pueblo, cuando sean mayores, no añorarán las ferias.

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