
La Conferencia Episcopal publica hoy un cuadernillo publicitario de dieciséis páginas, que encuentro en el interior de El País. A la vista del dispendio de esta institución tan cicatera con lo ajeno, a la vez que esplendorosa cuando las cosas corren por cuenta ajena, doy por supuesto que el alarde guarda relación con la declaración de la renta y que los obispos han decidido tirar la casa por la ventana porque a ellos la crisis no les afecta. Leo el titular que abre la portada: “No te costará más, no te devolverán menos”. Me indigna. Aparentemente parece verdad, pero en el fondo sólo puedo decir que la Conferencia Episcopal, “único (sic) responsable de los contenidos”, engaña. El artículo que sigue abunda: “Este sistema, esta fórmula, no va contra nadie ni contra nada. No va contra los bolsillos de los contribuyentes que signen la X en el casillero correspondiente de la Iglesia católica”. Miente. Ejemplo: yo no pongo la X y, por ello, una parte de mi contribución se destina a servicios que usufructúan los que sí ponen la X. O lo que es lo mismo, ellos no pagan lo mismo que yo por los mismos servicios. ¿Por qué? La cosa es aún peor, porque con el sistema real, por el que el Estado garantiza a la Iglesia una cantidad fija, superior a la que suman todas las aportaciones marcadas con X, yo también pago a la Conferencia Episcopal. Exactamente igual que todos los que no ponemos la X. El Gobierno ha mantenido esta manifiesta desigualdad y sólo a él se deben dirigir las críticas de los ciudadanos, sin distinción de X, porque la igualdad de obligaciones y derechos es el principio básico de la ciudadanía. (No pongo en cuestión que la contribución debe guardar relación con las posibilidades reales de cada uno, pero ésa es otra cuestión). El Gobierno actual, además, nos ha timado con sus proclamas republicanas y aparentemente laicistas, para acabar negándose a elaborar una ley que pusiera fin a los privilegios de la Iglesia. La Conferencia provoca, incrementa la indignación, son su despliegue, en el que luce un donativo a Cáritas, o a Manos Unidas, para resaltar la excelencia y la generosidad de su misión. Sin embargo, esas organizaciones cuentan con otros dineros públicos, no pequeños, que no constan. Y en última instancia no es a ellas a quienes los ciudadanos debemos exigir que se atiendan las necesidades de los más desfavorecidos. En esta materia nada ni nadie puede suplir la obligación del Estado. Para que cada cual asuma su verdadera solidaridad y apechugue con lo quiera o no quiera creer, porque nada tienen que ver lo uno y lo otro.
