Europa: esperanza imposible; frustración inevitable

 

La crisis de los refugiados pregona el fracaso de la Europa de los derechos y el bienestar. Un fracaso de los estados europeos y no tanto de ese proyecto siempre aplazado al que denominamos Unión Europea, una ilusión (elíjase la acepción del término que se desee) sometida o dependiente de los gobiernos de cada país y de todos ellos.

El bienestar se convirtió, tal vez, en el peor enemigo de los derechos de los otros: impulsó un egoísmo desbocado y amparó el auge de un pensamiento ultranacionalista que abolió el asilo, la solidaridad o la cooperación con los desfavorecidos. La vieja Europa que emergió de la barbarie del fascismo y de la guerra revive lo que fue, no recuerda su propio sueño. Ya no es el espacio de los derechos, de la integración y la convivencia, sino un continente sometido a los intereses de los poderosos en el que los débiles se defienden no enfrentándose a quienes les oprimen sino a los que piden auxilio, aun perdiendo en 2175154ese empeño pequeños objetivos de los que presumíamos: la libre circulación de personas o la buena conciencia de unas sociedades respetuosas.

La ultraderecha atrajo a los conservadores y la socialdemocracia se escoró a su derecha y cedió en su empeño redistribuidor. En este trance cualquier propuesta razonable dura un suspiro. Alemania, Gran Bretaña, Francia, Suecia, Dinamarca abdican de unas prácticas que las hicieron admirables. Polonia, Hungría y otros llegados más tarde exhiben lo peor de su propia historia. La Unión Europea declina sus expectativas.

Sin la voluntad de los gobiernos europeos la Unión Europea carece de capacidad para resolver la crisis. Pierden definitivamente los que llaman a la puerta y pierden todos los que fiaban su propio bienestar en la primacía de los derechos de las personas sobre el poder y el dinero. La esperanza se ha hecho imposible.

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