Leo en la primera página de El País: “Tres autonomías no fecundan a lesbianas”. Releo. Trato de imaginar cómo lo hacen las otras catorce autonomías e incluso las dos ciudades autónomas. Vuelvo a leer. Me voy a la página 32: “Tres comunidades se niegan a pagar la fecundación a lesbianas”. Vuelvo a la primera: en la llamada había un subtítulo que precisaba: “Cataluña, Murcia y Asturias se niegan a pagar el tratamiento”, pero un titular tan insinuante me impidió, abrumado por los interrogantes, a fijarme en él. En la página 32 encontré otro subtítulo que me devolvió a la perplejidad: “Sanidad apoya el veto y niega que haya discriminación por la orientación sexual”.
– ¡Vaya por Dios, tendré que leer el reportaje completo!
Descubro que “el sistema nacional de Salud está para solucionar problemas de salud, no para garantizar el derecho de ser madre, que es algo mucho más amplio”, dice un portavoz del ministerio. Si salud es lo contrario a enfermedad, ¿acaso la infertilidad es una enfermedad? Si salud equivale a calidad de vida, ¿el deseo insatisfecho de ser madre, o padre, no es acaso un problema de salud?
¿Y si en vez de tanta monserga nos creyéramos de verdad que no se puede discriminar a ningún ciudadano por su orientación sexual y dejáramos de complicarnos la vida? Para que las autonomías o los gobiernos o quien sea dejen de… fecundarnos.
