No nos lo podíamos creer. Ni quienes militaban en la izquierda, comunistas o socialistas, ni quienes, sin militancia ni identificación con muchas de sus actitudes y de sus actos, deseábamos un cambio radical en los modos de gobernar de aquella ciudad todavía regida por un cacique ilustrado.
Aquel 3 de abril de 1979 en Salamanca llovía. Al atardecer la gente se guareció en sus casas para ver la tele o escuchar la radio y conocer lo ocurrido en las elecciones municipales. Ya de madrugada, un hombre joven se tambaleaba bajo los soportales de la Plaza Mayor con un entusiasmo irrefrenable y alcohólico.
– ¡Salamanca, roja!, gritaba en un espacio iluminado y sobrecogedor, mas sin viandantes.
Nadie había previsto el desenlace electoral en una ciudad a la que sólo sacaban de su modorra levítica y facciosa la algarabía estudiantil y algunos fines de semana. El orondo discurso universitario entonces imperante competía en influencia con el más venal de los clérigos y el más nostálgico de ganaderos y terratenientes. Salamanca había sido la primera sede golpista en la guerra de todos los recuerdos y lucía un catastro de órdenes religiosas sólo equiparable a la Roma con que se la comparaba a diario. El toro bravo hacía el resto.
Por eso en aquel albero la mayoría lograda por socialistas y comunistas en comandita, por un único escaño, frente al partido de pega, que se proclamaba de centro e incluso democrático, fue una anomalía que pilló desprevenidos no solo a los derrotados sino, sobre todo, a los vencedores.
El que parecía llamado a ser alcalde había aceptado encabezar la lista del PSOE tras la negativa de otros personajes, con mayor currículo y relevancia pública, que rehusaron someterse al fracaso inevitable. Aunque hubo intentos de comprar el voto de algún concejal electo para que cambiara de bando el día decisivo, la izquierda ocupó el sillón más noble del salón de plenos.
El corregidor, médico, especialista en problemas de lenguaje, interesado en los procesos comunicativos y en sus patologías, se había hecho político tras experimentar la realidad de las zonas más míseras, las Hurdes rurales y el barrio de los Pizarrales, a donde acudía a ofrecer sus incipientes saberes de galeno o a alfabetizar a los desposeídos de los conocimientos más elementales.
Con ese bagaje llegó al Ayuntamiento y, más allá de otras connotaciones, trató de dotar a la ciudad de un relato integrador a través del encuentro permanente con los ciudadanos, de las visitas a los barrios, de la vida municipal en plena calle. Salamanca vivió un periodo excitante.
Los presupuestos municipales se discutían barrio por barrio, con una roulotte ambulante desde la que se ofrecían folletos, gráficos con explicaciones, compromisos de inversión, en la que se recogían sugerencias. Durante todo el día, con un concejal sobre la acera y, al cabo de la jornada, con el propio alcalde y varios concejales frente a todos los ciudadanos interesados en un local prestado, parroquial o lo que fuera.
Fue una actitud. La ciudad se revitalizó. No todo fueron aplausos, porque también hubo críticas por algunos gastos, por determinadas prioridades, por el ritmo de los compromisos o por la negligencia de muchos. Hubo debate y, por ello, respeto y reconocimiento. Las siguientes elecciones municipales entregaron a la izquierda una mayoría absoluta y aplastante.
Me invitaron a participar en aquel proyecto en sus primeros días y me encargaron el gabinete de comunicación. Avanzado el segundo ciclo, por múltiples razones, decidí ausentarme de un trabajo en el que había sido independiente y feliz. Sin embargo, por lealtad, dejé un informe a modo de epitafio: muchos concejales habían abandonado el espíritu callejero y, bajo el agobio que les provocaba la complejidad de la tarea, habían buscado el sosiego del despacho, al que accedían más proveedores que clientes, dicho sea con todos los respetos: el relato del corregidor se mantenía intacto, con sus dosis de grandilocuencia pero también con su afán de cercanía, pero también a él le asediaban círculos influyentes de la vetusta universidad, del clero y de los poderes más ciertos.
Los ciudadanos habían perdido el debate y el reconocimiento. La acción de la calle se había desplazado a las dependencias municipales, ka discusión en las barriadas la monopolizaban los detentadores de los escaños corporativos con el ritmo precipitado de los turnos de palabra y la exclusiva intervención de los portavoces. Me marché y se lo advertí al alcalde: esto no es lo mismo, las elecciones lo corroborarán; regresad a la calle.
Perdieron. Los medios de comunicación jugaron una batalla descarnada e injuriosa que encontraba oídos prestos para la injuria y el escarnio. La derecha se rearmó. Al mismo tiempo, a muchos de los que se habían sentido partícipes del proyecto los desvaneció el silencio burocrático y las decisiones sin tensión ni alma.
Nunca volvió a ser como fue y la desilusión se instaló hasta hacerse hereditaria y degenerativa.
Siempre que me han pedido opinión sobre asuntos de comunicación pública he insistido en que quienes quieren transformar la realidad tienen que hacerlo mediante fórmulas participativas, directas, sincderas. Pueden y debes utilizar otros medios y recursos, pero antes tienen que pisar la calle, abrirse a la plaza y ocupar la vida ciudadana. Sólo así se puede lograr el respeto y la implicación de los ciudadanos. Todo lo demás busca la aquiescencia o el asentimiento, no el compromiso que reclama cualquier planteamiento decentemente democrático.
Hace tres meses un amigo me pidió que le ayudara en su propósito de concurrir a las elecciones de su pueblo. Le hablé de todo esto, le dije que hiciera el programa electoral y la campaña en plena calle y que se comprometiera a mantener ese flujo de encuentros y discusiones en cada uno de las alquerías que integran su municipio.
No sé si me atendió. No sé si le creyeron. Mañana tendré alguna referencia. Pero a estas alturas todos nos habíamos acostumbrado a que las cosas fueran de otro modo.
Hay muchos ciudadanos, no obstante, que reclaman que la política funcione de otro modo del que quisieron imponernos por insolencia o indolencia.
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Ahora surgirán voces para recuperar algún aspecto del aquellos principios.
Los ciudadanos tendrán derecho a dudar de “si entendieron el mensaje” o si sólo aspirarán a recuperar los poderes que perdieron.
No hay que engañarse. Tampoco una comunicación más abierta y unos cauces más eficaces garantizan una acción política distinta. Tal vez sólo una manera de explicar la realidad que detestamos, para ver, si de una vez, ¡lo entendemos!
Transformar el relato público y cívico quizás sólo sea posible en momentos críticos. Ésa es hoy nuestra esperanza.
