
Los padres se echaron a la calle contra las reválidas que reinventó la LOMCE, la ley educativa que impuso el PP contra todos los partidos. Y en el pleno de investidura el presidente in pectore empezó por suprimir los efectos académicos de las reválidas hasta que no se alcance un pacto educativo.
Hubo un tiempo en el que los estudiantes del bachillerato elemental (que ahora equivale a la ESO) y superior (el que ahora es bachillerato a secas) debían corroborar el reconocimiento de esos estudios mediante sendas reválidas. Sólo aprobándolas se daba validez a los estudios completados y se podía acceder al nivel educativo superior. Nótese, además, que en aquellos momentos el reconocimiento de uno u otro bachillerato tenía múltiples efectos en el ámbito laboral.
Quienes pasaron aquellas pruebas nunca se plantearon el poder castrador de las reválidas o la redundancia del aprobado de los cursos uno a uno y del examen posterior, en bloque. Es más, las justificaban porque con aquellos exámenes se imponía un nivel de exigencia similar para todos los estudiantes del país y se ponía en evidencia a los centros que regalaban aprobados e incluso notables.
Muchas personas de aquellas generaciones no entienden el pánico a las reválidas. Aún más, se preguntan si no serían razonables unas pruebas, bien planteadas y correctamente negociadas, que igualaran los derechos de quienes se esfuerzan y aprenden frente a quienes reciben valoraciones regaladas. En la enseñanza privada, por ejemplo, consta la existencia de centros escasamente acreditados que sirven de coladero para estudiantes con escasa capacidad de esfuerzo y reducidos conocimientos, aunque sobrados ingresos familiares. Ocurre en las enseñanzas medias e incluso en la universidad.
¿El estado debe asegurar un nivel mínimo común o un criterio similar para todos los estudiantes? Los de aquellas épocas innombrables así lo creían. Y no es parecía mal.
Quizás sea otra manera de entender el problema. Todo ha cambiado mucho. Incluida la valoración del esfuerzo.
