
El PSOE no tiene un mal candidato. Aún más, a tenor de lo que se observa en los aledaños, cuenta con un buen candidato.
No sé si resultará un candidato creíble. No sé si conseguirá derribar la desconfianza de la ciudadanía en su partido. No sé si ganará en una contienda electoral cercana. Sin embargo, Rubalcaba existe.
Estaba él en el Palacio de Congresos haciendo el discurso más importante de su vida, porque era, sin duda, el discurso más propio y personal, y charlaba, improvisaba, distendía. Andaba Rajoy en una escuela de verano, apenas una acampada, y se amarraba a un texto sin chispa ni contenido; leía, tal vez porque la cercanía de Aznar le pone nervioso; no me extraña.
Uno exponía ideas y planteaba propuestas siquiera dignas de debate. Al otro lado, alguna sugerencia ajena al interés de la polémica. Sin embargo, aunque parezca que ése es el partido, esa confrontación no decidirá el resultado.
El PSOE se juega la liga en su propio campo, un terreno que él mismo ha convertido en patatal y en el que ahora no cabe el jogo bonito.
Rubalcaba aúna buenas dosis de fabulador, lo que no puede ser considerado como defecto sino como advertencia: la verdad de la fábula incluye elementos narrativos ajenos a la realidad para que el oyente atienda con agrado a la moraleja. Escuchar, hacer, explicar son actitudes que forman parte de un proceso, aunque no siempre sean lo mismo.
Rubalcaba elabora la estrategia a partir de la negociación, pero lo que parece virtud puede convertirse en enredo si la plática aplaca y aplaza el objetivo, o lo confunde. Su lema –escuchar, hacer, explicar– implica una secuencia discutible, máxime en un tiempo en el que, para salir de donde estamos, también hace falta proponer y debatir.
Aún así, perderá o ganará la liga, en su propio campo: si todavía cabe la posibilidad de que su afición respalde una pequeña pasión reformista. Y si eso basta.
