Suspiros y respiros de RTVE

El plan de aniquilamiento de la radiotelevisión pública está en marcha. Lo diseñó el gobierno de Zapatero, con la vice Fernández de la Vega a los mandos del operativo: prohibió la publicidad, redujo el techo de gasto, puso condiciones a la programación, amplió los canales privados en aras del pluralismo y, luego, favoreció la concentración en aras de que… ¡en menudo lío financiero se habían metido sus amigos!

Aquel plan, que contó con el beneplácito e incluso el auspicio de la industria audiovisual, lo que se dice el sector, también le venía bien a la oposición. ¿El PP en el poder habría tenido valor para acometerlo? Cabe suponer que sí, pero se lo encontró en camino y ahora va a culminar el proceso, sin miramientos, con la vice Sáenz de Santamaría al frente de la nave.

El objetivo de aquel plan encontraba en la cuestión financiera el instrumento idóneo para culminar un proceso progresivo de deterioro de la radiotelevisión pública hasta su irrelevancia social por razones relacionadas con los intereses de la competencia, con la lógica económica de los tiempos y con la ideología imperante, que condena a lo público a papeles marginales incluso en la prestación de los servicios elementales.

Antes de avanzar, unos detalles. El riesgo de que la financiación de la radiotelevisión pública prevista en la nueva ley resultara insuficiente era, más que una amenaza, casi una obviedad. La fórmula ideada anunciaba complicaciones futuras aún no despejadas: está pendiente de resolución el recurso presentado por las telecos ante la Unión Europea contra la contribución a RTVE, a la que les obliga la norma en vigor: nada más y nada menos que 300 millones de euros anuales.

Sin embargo, hoy cabe pensar que, gracias a aquella decisión, la Corporación ha sorteado la crisis económica con mejores vientos de los que la habría azotado el modelo anterior de financiación, en el que casi el 50 por ciento de los ingresos se debía alcanzar a través de la comercialización; es decir, de la publicidad. El tiempo transcurrido, o la crisis que nos asola desde entonces, permite deducir que el cambio tan denostado se transformó en una auténtica inyección de oxígeno a la corporación pública.

Pero no se trataba solo de un problema financiero, como ya ha quedado dicho, sino de promover un nuevo modelo de radiotelevisión pública. Las dificultades financieras acabarían por afectar a los contenidos y estos a la audiencia. La televisión de todos se vería abocada a perder a buena parte de su público, por su incapacidad para satisfacer importantes demandas de entretenimiento, desde el deporte de primer nivel hasta las películas o las series de elevado coste.

RTVE tampoco podría cubrir las expectativas de una programación autónoma y de calidad e incluso el grupo público se vería relegado a planos secundarios al no poder competir en igualdad de posibilidades (canales) con los auténticos controladores del negocio, los dos grandes operadores privados. El proceso se ha cumplido a rajatabla, aunque la audiencia resistió durante más tiempo del previsto.

La1ha perdido el liderazgo de la audiencia y el grupo TVE se encuentra ya por detrás de los conglomerados que amparan Telecinco y Antena3.

La situación, bien es cierto, se vio agravada por las renuncias sucesivas de sus dos primeros presidentes, Luis Fernández y Alberto Oliart, porque si la primera se resolvió mal, la segunda originó un estado de vacío y orfandad al que cualquier otro organismo no hubiera podido sobrevivir: sólo la fuerza de la inercia disimuló el peso de la gravedad.

Y en eso llegó el PP, que, para empezar, decidió atentar contra el símbolo fundamental de lo que debe ser una radiotelevisión pública: la independencia de su gestión y, sobre todo, la de sus informativos. Para ello abolió en primer lugar el procedimiento de designación de los órganos de gobierno, que obligaba al consenso interpartidario,  e impuso una dirección en las áreas de noticias marcada por su partidismo y su voluntad de control. Los nombramientos de los principales cargos en las redacciones, incluidos los centros territoriales, recuperaron a profesionales de contrastado sectarismo en épocas pasada. Para que no cupiera duda.

Los únicos momentos en los que la radio y la televisión públicas contaron con un respaldo social indiscutible (más allá de las audiencias de que disfrutaban cuando eran la televisión única o la radio con la exclusividad informativa) fueron en los que se respetó el derecho de los ciudadanos a la información; es decir, al rigor, a la independencia profesional, al pluralismo. Por eso, las primeras decisiones de la dirección actual de RTVE (incluidas las que han llevado a Radio Nacional a su reencuentro con la prehistoria predemocrática) han abundado en su desprestigio y, por eso también, otras medidas dignas de atención pueden resultar irrelevantes frente a la voluntad de manipulación.

Porque, es verdad, sí se han planteado algunas medidas dignas de consideración. Por ejemplo, la de revisar el convenio colectivo en aras de una eficiencia acorde con el esfuerzo de los ciudadanos para sufragar la televisión y la radio de todos. O la renuncia a pagar por los derechos de la Roja unos emolumentos absolutamente desproporcionados con relación al interés que la audiencia genera. Si ambos  anuncios fueran un signo de que se quieren someter a debate algunas situaciones enraizadas en la esencia de RTVE y no sólo unos planteamientos aislados, quizás cabría un aliento contra el pesimismo.

El mero respeto a los medios públicos (es decir, a los ciudadanos) debería haber obligado a replantear las relaciones de poder en el seno de la Corporación: el papel del consejo de administración (más allá de una reducción de puestos y la supresión de la dedicación exclusiva), el de los sindicatos, el de la Junta Electoral… A replantear la necesidad de ajustes en la financiación: no solo los impuestos por la crisis, sino sobre todo los que se debían haber exigido porque el gasto lo sufragan todos los ciudadanos y estos tienen derecho a que su dinero se emplee de manera eficiente. A replantear algunos objetivos, si no espurios, al menos matizables, más propios del Gobierno que de un ente autónomo, como la obligatoriedad de la retransmisión de los Juegos Olímpicos, las ayudas a las selección de fútbol o baloncesto, las subvenciones al cine o al ADO, etc. Porque todo ello lastra a RTVE. Y muy especialmente en estos momentos.

Sin embargo, nada de esto se reclamó a los gestores de la Corporación y, en consecuencia, ninguno de ellos lamentó eludir tales responsabilidades. Y entre los asuntos a debatir quedan algunos verdaderamente trascendentes: ¿la radiotelevisión pública puede sobrevivir con la mitad de los canales de cualquiera de los dos grandes grupos privados?, ¿en una época con dificultades de financiación RTVE puede mantener su valor como grupo de comunicación público sin rediseñar su oferta de canales desde el punto de vista de los contenidos y, muy especialmente, desde el punto de vista de los costos?, ¿no ha llegado el momento de que La1 reconozca el valor público del entretenimiento, la información, la cultura, la participación y la cooperación, la atención a la infancia, para repartir el presupuesto de una manera mucho más equilibrada aun a costa de la pérdida de hegemonía de un canal que ya nunca será lo que fue?

En estas preguntas, y en otras muchas más (hay que seguir escribiendo al respecto), se plantea la viabilidad, el interés público y el futuro de la radiotelevisión de todos. Porque no es del todo cierto que la financiación actual sea escasa, salvo que se precise que efectivamente lo es por sus costes, por la dimensión de su plantilla, por la existencia de una cadena de radio elefantiásica, por otros aditamentos como la Orquesta y el Coro o el Instituto RTVE… Introducidos los matices, habría que resolver uno a uno, coherentemente.

De toso esto trata Medios públicos, a vida o muerte, un libro de Jesús M. Santos, que se puede descargar gratis.

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