
En la tarde de ayer empecé a pensar en que “yo me bajo en la próxima, ¿y usted?”. Poco después decidí que quizás resultaría más adecuado un “hasta aquí hemos llegado”.
Esta mañana la fiebre (corporal, no la del debate público) parece haber remitido, pero la indignación por el fango en que todos los grupos políticos están decididos a enmerdarnos ya no merece la más leve o una nueva condescendencia.
Me levanto con Iñaki Gabilondo, que cita a Joan Manuel Serrat: “harto ya de estar harto”. Y pienso que se ha adelantado a mi saciedad, pero su hartura responde, sobre todo, la corrupción y al PP. Se muestra tenso, soliviantado, y le asiste toda la razón.
No cabe mayor indignidad moral que la pregonada ayer por Carlos Floriano, Rafael Hernando, Cospedal y todos los peperos que se acogieron a la nota de la dirección para argüir que la última resolución judicial pone de manifiesto que el caso Gurtel les era ajeno, que lo desconocían, que fueron otros los que se beneficiaron y ensuciaron el buen nombre del partido.
Solo cabe una respuesta, siguiendo la estela de Serrat: “entre estos tipos y yo hay algo personal”. No cabe otra y, por eso, careciendo de la beatitud que se debe suponer al santo padre, en lugar de un puñetazo, me gustaría propinarles una sacudida en la debida parte. ¿Prepotencia, sectarismo, tufillo o peste izquierdista? ¿Y qué más da? Con gente así no se debe discutir.
Asunto zanjado. Repugna, da asco, pero, dada su terquedad, su negación de la evidencia, su desprecio a los ciudadanos o su incapacidad para pedir perdón, no merecen la más mínima consideración. Han decidido tratarnos como imbéciles, pero basta pasear por las calles, observar alternativamente a las gentes que caminan, charlan, corren o bostezan y a las declaraciones de Floriano, Hernando, Rajoy, Montoro, para distinguir sin discusión dónde se concentra la idiotez.
¿Que Gürtel fue una trama contra el PP? ¿Que fueron ellos los robados? ¿Que si algunas de las dádivas del cepillo cayeron en sus cuentas, ni se dieron cuenta? Fin. Todos los tesoreros metidos en el trinque hasta las cachas. Todos los altos cargos con sobresueldos de los que no pidieron explicaciones. Todos… ¡hasta las trancas! (Que nadie busque en estas afirmaciones ninguna acusación de delito; no se trata de eso, solo de mierda).
Y sin embargo, esto tiene poco de nuevo. El golfería, la desfachatez y el desprecio del PP a los ciudadanos es proverbial. Forma parte del acervo cultural de la derecha española. Se sucederán generaciones que llegarán a este mundo con todo ello inscrito en su adn. Rescatar del arcón fúnebre al tenebroso Aznar, sacudir el espantajo de las víctimas de ETA (a costa de su propia degradación), denigrar todos los estudios contrarios el florecimiento de la economía española son las últimas patochadas de los rasputines que se alimentan en sus alacenas.
Lo peor, digo, no es eso. Lo peor son los demás. Y fue por ellos por los que pasé del “yo me bajo en la próxima” al “hasta aquí hemos llegado”. Luego vino la píldora irritada de Iñaki y una dosis de mayor sosiego revisando la entrevista que Pablo Iglesias hizo en LaTuerka a Thomas Piketty, un tipo racional y sereno, y, pese a la contundencia de su análisis, con una puerta abierta al nuevo tiempo, a un cambio, pese a todo, posible.
Piketty ha demostrado a lo largo de tantas entrevistas y, sobre todo, de su libro, El capital en el siglo XXI, que cabe el rigor implacable del análisis y la propuesta capaz de estimular soluciones con sentido, e incluso respuestas que invitan a creer que los interrogantes que se le formulaban tenían criterio. Pablo Iglesias dividió la conversación en dos partes: una, académica, universitaria, con preguntas retóricas e incluso un punto vacuas y contestaciones solventes que el entrevistador validaba con gestos o tics de aquiescencia, para subrayar una conversación entre iguales; la otra, la segunda, más política y una intencionalidad dominante: conseguir la validación por parte del investigador francés de algunas iniciativas de Podemos esgrimidas de forma bastante difusa e incluso poco clara. No hubo voluntad de buscar mayores profundidades o concreciones: hasta qué nivel se pueden cargar fiscalmente los patrimonios más solventes, cuáles deben ser los criterios y los límites de la posible renegociación de la deuda o una, tan simple o tan periodística, acerca de la disponibilidad de Piketty para asesar a un gobierno dispuesto a impulsar una reformulación de Europa. El economista francés se refirió a esa necesidad, con dosis de condescencia e incluso complicidad, refiriéndose en varias ocasiones a las nuevas corrientes que sacuden a algunos países del sur como el mejor acicate y la mayor garantía del cambio posible.
Esa falta de arranque, de compromiso, de honestidad (mejor no profundizar, no concretar) reavivó mis fantasmas del día anterior, los que me habían provocado las descalificaciones gratuitas de Iglesias en Sevilla contra el PSOE y Susana Díaz, la asimilación del debate izquierda/derecha con un ejercicio de trileros, las acusaciones falaces (o al menos, por lo que se sabe, excesivas) contra Canal Sur, las críticas de todo lo anterior repetidas por Íñigo Errejón (sin empacho alguno para reconocer su desconocimiento de algunos hechos de los que hablaba) e incluso la vinculación que Carolina Bescansa estableció entre la maternidad de la presidenta andaluza y el inminente adelanto electoral… me hicieron llevar la mano a la toalla (advertencia, primero, y definitiva confirmación de abandono, después), porque con el mismo fango y la misma mierda no se puede alentar ningún proyecto de cambio creíble.
Las propuestas son lo primero pero no lo único. Sin una transformación del modelo de los partidos en liza, no resultan creíbles los cambios programáticos sobrevenidos por el rumbo de los vientos. Sin una transformación del modelo de debate público no cabe alentar confianza en los partidos, nuevos o viejos, porque el respeto al ciudadano implica otro modo de hacer política. Descalificar es más fácil que argumentar, porque no requiere discurso. El programa puede tardar en edificarse, pero la calidad de la construcción se observa en el camino. Si cambiar al gobierno es el único objetivo, puede ser que lo único malo del franquismo es que en él no participara Podemos. No se puede crear algo estimulante y solvente solo con las arenas y los restos de la demolición.
La inanidad ya incuestionable del actual PSOE, el desplome y las intrigas del resto del espectro no popular, sitúan a Podemos ante una oportunidad cada vez más favorable. Pero si el objetivo no va más allá, si la alternativa no muestra la calidad de los materiales y debate la idoneidad del diseño, el futuro será una frustración tan grande como la expectación que alimentan. En aras de la ciencia de la que blasonan, la politología (hubo una frase de Iglesias en el comienzo de la entrevista con Piketty de una fatuidad adolescente), han decidido ir a lo concreto. Amarrar con la bronca. Como los demás. Como la casta. Con toda su caspa.
Ante esa expectativa, reconsidero. En los últimos meses he discutido con amigos y desconocidos, con agnósticos y creyentes, que algo había sacudido la política española, que eso hacía inevitable el cambio de determinadas actitudes, que había que mantener los ojos abiertos y ofrecer tiempo a los más jóvenes para dar cuerpo a su proyecto, que la acción política pasa por un planeamiento abierto y, por decirlo de manera muy concreta, que la mera aparición de Podemos ya había sido positiva e incluso benéfica.
Anoche estuve entre el “yo me bajo en la próxima” y “conmigo que no cuenten”. La toalla está aún en mi mano, pero me cuesta arrojarla sobre el cuadrilátero y reconocer que no han sido el PSOE o IU los que me han estafado, sino que también estos nuevos mercaderes han llegado para combatir con bombas fétidas. Para eso, la verdad, mejor quedarse en casa.
