
En la cola del supermercado un señor bajito, que acaba de entrar al establecimiento, encuentra a una señora a la que parece conocer. Se saludan. El buen hombre, con pantalón corto y sombrero contra el sol que azota en la calle, parece afable, débil y, sobre todo, perdido.
– Acabo de llegar a casa sin la compra que había hecho aquí.
La señora mira a la que supongo su nieta:
– ¡Dios mío!
El hombre del sombrero busca y rebusca en los bolsillos del pantalón.
– Es que no sé si he pagado o no. Tampoco encuentro el recibo.
Se dirige al interior del centro comercial. Pregunto a la mujer:
– ¿Le conoce?
– Sí.
– Parece perdido.
Vuelve a mirar a la nieta.
– ¡Dios mío!
Hablo con la cajera. Le pido que alguien busque al buen señor y le resuelva sus dudas.
– Ahora avisamos.
Decido abandonar la cola. Busco al hombre perdido entre los anaqueles del supermercado. A la postre lo encuentro. Conversa con un trabajador del centro comercial.
– No sabe dónde ha dejado el carro. Lo estamos buscando, me explica.
Ahí dejo al hombre perdido, tal vez con pena de sí mismo.
En la calle el sol abrasa. Pero lo que sale de mis ojos no es sudor.
