
“La izquierda no se ha modernizado”, dijo Manuel Valls. El gobernador del Banco de España asegura que los trabajadores con contrato indefinido tienen “excesiva proyección”. ¿Hablan acaso de lo mismo? Peor aún: ¿tienen razón?
El problema de la izquierda va más allá de su modernidad. ¿En qué consiste ser moderno? ¿En qué se nota? ¿Quién dictamina qué lo es y qué no?
¿Reducir la protección de la que supuestamente gozan los trabajadores indefinidos es la vía para disminuir la precariedad? ¿No parece, así, a simple vista, una pretensión contradictoria? ¿Lo es?
El problema de la izquierda no radica en su falta de modernidad, sino en la profunda derrota de su relato frente a la hegemonía implacable del capitalismo, en este tiempo el único planteamiento sólido y viable. Y en actuar sin reconocer el propio drama, el que le ha abocado a la impotencia y, a veces, al ridículo.
Uno de los pocos iconos supervivientes de la izquierda actual, el expresidente uruguayo Pepe Mujica, se lo reconocía a Jordi Évole en una entrevista: No hay vida fuera del capitalismo.
La izquierda más radical ha perseguido tradicionalmente la abolición del capitalismo. La socialdemocracia, la manera de corregirlo o, al menos, de hacerlo menos abusivo. Ambas posiciones tratan de disimular su propia derrota. El capitalismo ha impuesto su ideología, el modelo de sociedad que desean los ciudadanos pertenece a sus esquemas, se ha hecho inevitable. Y la distancia entre lo inevitable y lo imprescindible, hoy por hoy, sólo depende del punto de vista, del lugar de la mirada, no de la realidad.
Asumir la derrota implica poner en cuestión la validez o la eficacia de planteamientos y reivindicaciones anteriores. En eso puede tener razón Valls. El enroque no basta para eludir el jaque mate, cuando el adversario puede mover sus piezas sin control, porque tiene poder para cambiar sobre la marcha las reglas del juego.
Parece razonable tratar de salvaguardar los derechos adquiridos. ¿Incluso cuando éstos se parecen cada vez más a privilegios dentro de la clase derrotada? ¿Para no perder aún más o para que sólo unos pocos pierdan menos mientras una mayoría sufre la exclusión absoluta? Quizás este sea un riesgo al que se acoge el embajador del Banco de España.
¿Y entonces? ¿Asumir la derrota total? ¿La capitulación con armas y bagajes? ¿O pensar otra estrategia? Renunciar al cuerpo a cuerpo, descifrar lo inevitable, reivindicar que este sistema construido sobre el dinero solo se mantiene por la gente y, en especial, por la gente que más lo padece.
¿Cómo?
Hacen falta intentos y modelos que permitan otros ensayos para evitar que la derrota resulte interminable. Y por eso, y aunque duela, hay que estar con Cayo Lara , no solo cuando dice “Me va a costar votar en estas elecciones” sino también cuando añade “pero voy a votar”.
Para buscar las fisuras, para encontrar rendijas, para sembrar incertidumbre. Y también, claro, para ganar cierta autoestima que haga posible que las reglas no las ponga, todas y en solitario, el rey blanco.
