
La socialdemocracia no supo sobreponerse a la caída del muro, a la globalización, al pragmatismo, a la banalización de la desigualdad, a la ausencia de debate y a la falta de horizontes viables frente a un capitalismo invencible. En ese proceso el PSOE se fue transformando en un reducto de barones y trepas, amparado por una militancia histórica, leal y confundida. No quiso ver que había perdido el tiempo y se quedó sin espacio hegemónico. Nada invita a pensar en un milagro.
Frente a ese enfermo, grave, casi al borde del desahucio, el resto de las formaciones tramaron un asedio bochornoso y cruel: el PP renegó de su obligación fundamental, la de formar gobierno; Ciudadanos pasteleó en primera instancia con los socialistas para obtener el sello de negociador, pero en la oportunidad siguiente dejó claras sus preferencias, siempre a la derecha por muchas contradicciones que hubiera que asumir; Podemos rechazó fórmulas viables para un gabinete progresista o simplemente que amansara la situación aliviándonos de Rajoy, y los nacionalistas mantuvieron sin prudencia unas reclamaciones que desquician a la mayoría de los españoles.
¿Más información? Véase: Informe de situación: bloqueo y hastío.
No, Pedro Sánchez no era el líder que requerían estos tiempos. Sin embargo, él fue quien propuso la opción más razonable: un gobierno de consenso con Podemos y Ciudadanos (al que se opusieron tajantemente los dos posibles socios) o, tal vez, con Podemos y nacionalistas, que indudablemente iba a suponer un alboroto incluso interno. Pero Pedro Sánchez aludió a esta posibilidad demasiado tarde y, en realidad, no hizo nada para dirigirla y desarrollarla, no propuso un plan, no atisbó un programa capaz de ahormar las divergencias e ilusionar de a la incuestionable mayoría que detesta a Rajoy. Era la solución, pero quiso que le lloviera del cielo. Se enfrascó en las elecciones gallegas y vascas, aparcó los contacto con los restantes partidos y se afianzó en el no como alternativa, sin entender que la simple negación no puede ser alternativa.
Por eso, tal vez, en el momento definitivo, sin haber iniciado ese esfuerzo de acuerdo, acosado por todas partes, renunció a la gloria (en política la muerte nunca es digna) y se aferró a salvar su cargo y su puesto. No cabe interpretar un propuesta de un congreso a un mes de la convocatoria automática de elecciones de otra manera. Si hubiera tenido un plan, debería haberlo verificado sus posibles socios y, así, haber requerido la sanción de los militantes de su partido, pero no lo tuvo y condujo al PSOY hacia a una posible escisión. Apostó por la manera de llegar a las siguientes elecciones enfrentándose definitivamente a buena parte del PSOE.
El «o yo o el caos», que preconizó Rajoy, Sánchez lo ha llevado a término. La diferencia estriba en que Rajoy es ya para muchos el caos mismo. Y que Sánchez ha aportado la mecha que va a incendiar su propia casa o a convertirla en epígono del Pasok. La socialdemocracia, sin horizonte, se había convertido en un reducto sin expectativas, no tenía más valor que el de analgésico, como corrector de algunas patologías –asunto no menor– o como placebo.
El partido político que realizó, tal vez, la mayor aportación a la transición española se desangra, explota, por males internos y asfixia externa. También por la incompetencia y la ambición de buen número de sus dirigentes, empeñados en el cainismo tradicional de la izquierda española y en su incapacidad para sobreponerse a unos tiempos donde la transversalidad necesaria no puede sustituirse por el chalaneo.
Al final el PSOE muere por la impiedad de muchos, propios y ajenos. Pocos asistirán al duelo, porque los lamentos en muchos casos procederán de los propios asesinos.
