
Este 20D anunciaba, en cualquier caso, algo positivo: la obligatoriedad de la negociación, la reivindicación del pacto. Algo elemental, porque en eso consiste el ejercicio democrático y porque el periodo precedente, el que fue del 20N de 2011 al 20D de 2015, ha consistido exactamente en lo contrario. Los resultados electorales ratifican el presagio. Y lo elevan, por lo menos, al cuadrado.
Para empezar, negociación y pacto para la constitución del Parlamento, para la investidura del Gobierno, para elaboración de un programa de legislatura, para cada una de las leyes y decisiones del ejecutivo, para casi todo, porque casi todo puede exigir transacción y contrapesos.
Con mucha frecuencia se reclaman decisiones nítidas, redondas, rotundas. Se confía en ellas como en los artículos de la ley, en la verdad absoluta, en la fe religiosa. Solo el compromiso del acuerdo asegura la permanencia de las medidas pactadas y, sobre todo, el respaldo mayoritario de la ciudadanía.
Sin embargo, el acuerdo razonable no se fabrica con fórmulas matemáticas simples (sumas y divisiones, reglas de tres, máximos denominadores) o algoritmos complejos. Requiere un análisis correcto de los problemas y algunas decisiones previas: cuáles son los objetivos prioritarios de la acción pública.
En ese sentido hizo bien Pablo Iglesias, en su primera intervención tras su favorable resultado electoral, al fijar los objetivos de su acción política; no los situó en el corto horizonte de una mayoría más o menos pasajera, sino en unas propuestas que obligan a cambiar la constitución. Los medios de comunicación dicen que antepone esa reforma al gobierno, como si se trata de un planteamiento anacrónico. Cabe mirarlo de otra manera: sólo si se está dispuesto a pensar en lo fundamental, será posible alcanzar el compromiso para llegar a ello.
Así la necesidad del pacto se podrá transformar en un valor para los ciudadanos. Pero habrá que explicarlo y comprenderlo. Y no hemos tenido entrenamiento.
Tal vez a la razón la consuma la impaciencia.
