Miseria en las fronteras de barro

Los barrotes se anclaron con hormigón en el paredón de pizarras que debía separar al viejo molino del terreno vecino, en la que ahora, años después, crece el kiwi. Los barrotes que sujetaban la rejilla de alambres que delimitaba las lindes de ambos terrenos, ahora reposan, abatidos por brazos anónimos, sobre la tierra, bajo el ramaje del laurel, un abedul y varios durillos. Alguien arrancó con violencia y la ayuda de alguna herramienta pesada los barrotes ya herrumbrosos con su cepellón de piedras y cemento, y los abandonó allí mismo quizás por desidia o, mejor, tal vez, como advertencia.

Desde que comenzaron las tareas de recuperación del viejo molino de aceite, el vecino, al que gustaba que se le reconociera como capitán de la guardia civil en retiro, empezó a interesarse por los límites de la obra. Cuando se empezaba a reconstruir el paredón de piedras que debía sujetar la tierra elevada del lagar y separar las fincas por el sureste de la suya, el oficial reclamó que la línea invadía sus márgenes. Hubo que derruir lo construido y reemprender la obra, un metro más atrás, contra la lógica de lo que indicaban los restos salvados del tiempo y el abandono, para evitar el enojo.

 

Meses después de restaurado el edificio y sus cortijos –o trojes, como allí llaman a los espacios donde cada agricultor depositaba sus aceitunas desde la recolección hasta el momento exacto de la molienda y la extracción del aceite–, el capitán clamó de nuevo porque la valla de alambres atentaba contra su propiedad: el paredón, dijo, pese al retranqueo, correspondía a su terreno e incluso, eso lo afirmó su señora, les asistía el derecho a construir sobre aquella pared un edificio aún no previsto, porque la valla, en definitiva, constituía un auténtico atentado contra su propiedad. Al propietario del molino no le hizo falta un certificado de galones y batallas para mirar hacia otro lado, como acostumbraba cada vez que se veía forzado a debatir un despropósito que solo podía abocar a la bronca; o algo peor.

Meses después aparecieron los barrotes en la tierra y algunos arbustos destrozados. El hombre del molino siguió mirando al norte para enfriar cualquier diferencia e incluso el más leve motivo de disputa; frente a las pistolas no cabe otro remedio. Así, cuando las dos partes de la linde se cruzaban en el paseo o las veces en que los todavía recién llegados encontraban al reclamante ocupado en la atención de sus kiwis, el capitán y su señora se limitaban a responder con rutinarios adioses o buenas tardes al saludo que les llegaba del otro lado de la carretera o el paredón. Poco a poco los vecinos advirtieron de la mala baba que atesoraba el benemérito, aunque otros, como suele ocurrir, se la atribuían a su señora, con ínfulas de capitán general. El simple capitán se había convertido así en un conflicto para toda la alquería.

Un mediodía estival, observando al capitán sudoroso y cansado mientras acarreaba agua desde el río a la raíces de sus frutales con un cubo de plástico, el vecino del lagar decidió ofrecerle la manguera de riego de su jardín. A partir de aquella fecha, siempre que volvía al viejo molino, advertía el abandono de la manguera serpenteante en diferentes composiciones a lo largo del camino o los parterres, el progresivo deterioro del grifo al que permanecía enroscada, cada vez más inclinado por el uso de quien, retiradas las vallas, carecía de impedimento alguno para acceder al territorio ajeno.

Ocurrió lo que cabía prever, algo tan simple como que las conexiones del sistema de riego reventaron y que el grifo se soltó. Por eso, a la siguiente visita su dueño acudió con las piezas nuevas y los materiales necesarios para la reparación. La manguera volvía a serpentear sobre el jardín, amarrada con violencia y alambres a un grifo que desaguaba por todas partes. Reparó  el destrozo y decidió esconder a partir de aquel momento todos los útiles en la caseta pensando que así se resolvería el conflicto.

Solo en una ocasión el capitán había acudido a la vía legal para resolver una disputa. El dueño del molino recibió, sin aviso previo, un requerimiento del Catastro que atendía la reclamación del querulante. No afectaba al paredón del sureste de su terreno sino al del noreste, apenas veinte metros en diagonal. El reclamado reconoció que, por una vez, el capitán tenía razón: el dibujo catastral era incorrecto en aquel punto. Lo reconoció y fue suficiente, aunque nunca lo hablaron.

Sin embargo, en aquel dibujo la linde del sureste, la del conflicto original, no se correspondía con el paredón que fue derruido y luego reconstruido un metro más atrás. Mucho menos con el actual. El documento oficial otorgaba al territorio del molino cuatro metros más hasta ocupar parte de los kiwis. Su propietario decidió mantener el muro, mirar a otro lado, seguir diciendo adiós o buenas tardes cada vez que tocaba y conservar los barrotes con su cepellón armado como testigos de que el capitán y su señora aún están vivos y activos. O sea, silencio para evitar un conflicto tan inexplicable como amenazante.

Esta mañana, al abrir la puerta del molino, el hombre que se decía su dueño encontró, junto a algunas hojas secas del otoño, la página de un periódico que alguien había colado por debajo de la puerta. El papel, húmedo y embarrado, recogía un relato titulado con las dos frases que un hombre de una aldea gallega envió a su único convecino, antes de que este último, el que llegó más tarde, apareciera muerto: “Ya estás gordo para matarte. Voy a por ti.

Tras la lectura de aquel episodio de fronteras y barros el hombre del molino comprobó que los barrotes arrancados con su cepellón de hormigón seguían allí. Y en ese instante el fantasma de la aldea orensana de Santoalla, municipio de Petín, le invitó a escribir porque, sin posibilidad de hacer fotos de lo pasado o de recuperar un correo que nunca se produjo, este recuento podría valerle por si acaso… o simplemente para expresar su simpatía hacia el holandés Martin Albert Verfonderf, víctima de lo que él mismo había calificado de terrorismo rural; mucho más extremo que el sufrido por el molinero, aunque no menos absurdo. 

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