A muchos comentaristas, ya sean editorialistas, tertulianos o ni fu ni fa, acaba de darles un arrebato. Han entrado en estado de excelencia, es decir, lo que le ocurría a Max Estrella en los momentos de ebriedad sublime, aquellos en los que don Latino le reprobaba que se pusiera estupendo.
Después de haber defendido durante años y años la realpolitik, de haber preconizado a troche y moche el pragmatismo de la acción pública, y de haber ignorado los principios de los que ahora blasonan, acusan a la Unión Europea de miopía o egoísmo en defensa de sus intereses inmediatos, confundiendo el furor de la ira (más que razonable y legítimo) con la defensa de la democracia (ideal que, en el mejor de los casos, a la vista de la que nosotros mismos practicamos, debería invitar como mucho a una celebración moderada y siempre cauta).
A muchos políticos que justificaron su disponibilidad, su complicidad e incluso su compromiso con dirigentes de infame calaña a cuenta de los intereses de la patria, de la evolución sin traumas o del derecho de los pueblos a elegir su destino, ahora se les hinchan las venas para expresar su indignación ante las atrocidades de tales mangantes. Los gobiernos se olvidan de lo que ellos mismos hacían hace cuatro días o de los que hicieron sus predecesores, de todos alimentaron a las dictaduras y a los dictadores, engordaron sus arcas ahora tan escandalosas y los armaron para asentar sus regímenes terribles.
¿Qué ha sido Mubarak sino el aliado de occidente para proteger a Israel y garantizar la disensión entre los árabes? ¿Cuántas fotos puede mostrar el excéntrico Gadaffi junto a dirigentes sonrientes, reídores de sus rarezas, que firmaban acuerdos y negocios para inflar al coronel y atentar contra los derechos de todos los libios?
¿Por qué ahora no se entiende lo que antes se justificaba?
Porque al mirarles a la cara (a Mubarak, a Gadaffi, a Ben Alí, al rey de Bahrein, al de Arabia Saudí, a Butteflika, a Mohamed VI y a todos los demás observamos el rostro de la muerte. Pero si giráramos la vista hacia nosotros mismos observaríamos el de la podredumbre. ¿Qué podemos enseñar entonces?
Que no nos utilicen como ejemplo.
