Alberto Ruiz–Gallardón tiene razón, pero su razón le contradice y la conclusión final le pone en evidencia.
Alberto Ruiz–Gallardón ha anunciado que las mujeres españolas no podrán abortar en caso de malformación grave del feto.
El ciudadano Alberto Ruiz cree que así debe ser; y nada habría que reprocharle, so pena de tener que debatir la doctrina en la que cree.
El ministro Gallardón, al actuar así, antepone el dogma –y su conjugación: el dogmatismo– a la responsabilidad del gestor de asuntos públicos.
Quienes critican al ministro, con sus propia razones personales –no solo legítimas sino muchas veces avasalladoras–, entran en un cuerpo a cuerpo ajeno a la posibilidad de una solución política.
No vale una argumentación casuística, por más que algunos casos concretos resalten la incongruencia de la penalización de la interrupción del embarazo.
Al final, el aborto o es libre o camufla un conflicto, o se trata de una decisión voluntaria e irreprochable de la mujer afectada o se convierte en un ejercicio en el quicio de la responsabilidad y la culpa.
Hubo un tiempo, no demasiado lejano para haberlo olvidado, en el que se debatía qué hacer en el caso de un parto abocado a la muerte del niño o a la de la madre: qué vida debía prevalecer. La que Dios quiera, convenía la ortodoxia imperante, confundiendo a Dios con el médico o la comadrona y excluyendo la decisión de los padres, puesto que la de la criatura no se consideraba por razones obvias.
La ortodoxia aflojó lentamente, aceptando la priorización de la vida de la madre, aunque las hagiografías ensalzaban ejemplos admirables de aquellos padres (aunque la vida se la jugaba o la perdía solo ella) que habían decidido salvar a la criatura e inmolar a la madre.
El ciudadano Alberto Ruiz debió ser aleccionado con alguna de estas vidas ejemplares, así como con esa idea de la vida humana surgida con alma y todo por la coincidencia de un espermatozoide espabilado y un óvulo con afán de merecer. Por eso, el susodicho ciudadano pudo deducir que el supuesto que permitía despenalizar el aborto en caso de malformación del feto podría abocar a legalizar la eliminación de un ser humano nacido con malversaciones físicas o psíquicas. E incluso, puesto a calentarse la cabeza, al de aquel listillo de escuela que deviniera en imbécil con cargo. Cuando se cree en esas cosas, qué se le va a hacer.
El ciudadano Alberto Ruiz, ya sea por su educación liberal o su tendencia a una ortodoxia relajada en materia de costumbres, puede aceptar que el aborto no sea punible en caso de que el embarazo, el parto o la minúscula criaturita implique un riesgo para la vida o la salud de la madre. O sea, la fórmula de la ortodoxia relajada, del dogma light o, si se prefiere, la del coladero, la de la manga estrecha o ancha según la condición del pederasta: si laico degenerado o presbítero afectuoso.
Al ministro Gallardón hay que reclamarle otras reflexiones y, sobre todo, decisiones distintas a las del ciudadano –no conviene rebajar la condición a mero ciudadano, por mera conciencia ciudadana. Su coherencia no puede basarse en la fe, la religión o el dogma, sino en una lógica política y democrática; no en presupuestos individualmente legítimos, aunque rebatibles, sino en el respeto a la pluralidad de las diferentes manera de entender la vida y las relaciones; es decir, en una ética no dogmática, sino laica.
La legalidad de la interrupción del embarazo responde a una razón: el derecho de la madre a decidir sobre un asunto que sólo a ella le compete y que no puede cercenarse porque para impedirlo no existen razones superiores de tipo personal (del afectado) ni comúnmente aceptadas.
Y responde a algunos hechos objetivos: muchas personas lo reclaman, otras muchas pusieron en grave riesgo su propia salud por abortar en la clandestinidad y las sociedades más justas lo aceptan, al margen de que en su seno existan posiciones éticas contradictorias.
Y esto es así porque con esa normativa sólo se pretende reconocer el derecho a quienes desean ejercitarlo; o sea, a quienes no encuentran contradicción con sus principios éticos.
¿Se puede impedir ese derecho por razones dogmáticas? Para una sociedad civil sería una aberración, una auténtica intervención espuria en su autonomía, una barbarie desde el punto de vista de la ética pública y, en consecuencia, de la propia acción política.
Carece de sentido el argumento de la confrontación de criterios éticos enfrentados. No la hay. Cada cual puede actuar según sus principios. En la negación, sí: unos quieren imponer su moralidad al resto. Y esto resulta intolerable.
La coartada del debate científico –en el que unos hablan de la vida humana de una ameba, otros de la inoculación del alma en una fase concreta de la evolución del feto y alguno más de la vida autónoma a partir de la celebración de unas semanas más o menos– resulta irrelevante. Porque las divergencias y las contradicciones obligarían a someter la decisión política a las conclusiones de un congreso internacional, abocado inevitablemente al aborto del más mínimo acuerdo.
Y lo que se reclama a la política, civil y laica no es otra cosa que el acuerdo, el respeto, la aceptación de las divergencias.
El aborto sólo puede ser un derecho ejercitable libremente por aquellas que así lo consideran.
Aunque Alberto Ruiz–Gallardón no lo entienda.
¡Quién nos iba a decir que su ideario político se fundamentaba en las vidas de santos!
