Los partidos se rebelan contra cualquier debate interno; sobre todo, contra los que se hacen en público, pero también contra los privados.
La actividad política está llena de ejemplos. Lo peor, sin embargo, es que los ciudadanos parecen compartir ese planteamiento e incluso están dispuestos a castigar a quienes los incumplen.
No hace falta acudir a ningún apologeta de la duda para reconocer que la incertidumbre está en la base del conocimiento, de la ciencia, incluso de la acción diaria de la mayoría de los ciudadanos decentes y en la de todos los inteligentes. Los partidos políticos se excluyen y muchos ciudadanos los comprenden e incluso los alientan.
El mayor de los absurdos se alcanza cuando alguien pide a un partido que deje a los suyos votar en conciencia; en especial, si el que lo solicita forma parte del grupo, porque obliga a suponer que no existe problema para votar contra lo que uno cree que debería hacer.
Enternecía, por ejemplo, el concejal de Asuntos Sociales de Santiago de Compostela cuando reclamaba libertad de voto a su partido, el PP, respecto a la ley del aborto: “Hay asuntos en los que se debe votar en conciencia. Porque votar contra la conciencia empobrece al ser humano y perjudica a la persona”.
Intuí que la frase se debía completar con una subordinada adversativa: “pero aún la empobrece y perjudica más votar a favor de la conciencia si eso te acarrea sanciones o despidos.
¿Quién lo duda, dada la cualificación profesional de la mayoría de nuestros representantes? La ambición y la incapacidad explican el servilismo y ambas virtudes alientan la militancia. A partir de ahí, el voto en conciencia o la libertad de voto parecen menudencias.
La cuestión de fondo es la necesidad de divergencias, porque lo contrario aboca a la estupidez. Unanimidad y conciencia son casi siempre incompatibles. Una amiga lo ratifica con una cita de Walter Lippmann: “Cuando todos piensan igual es que ninguno está pensando”.
