
Adam Zagajewski, poeta polaco, reflexiona sobre la disputa entre progreso y tradición en el contexto de un país, el suyo, donde la xenofobia y el nacionalismo se enfrentan a la modernidad europea. Así se introduce El País su artículo El fin de una sociedad abierta. Sin embargo, la reflexión puede analizarse en otros contextos; por ejemplo, el de la tensión entre el viejo sueño europeo y el rumbo actual de la propia Europa, entre las expectativas de una transformación de las sociedades desarrolladas y su repliegue nacionalista e insolidario.
Dice Zagajewski:
“Las ideas, por sí solas, no acabaron con la opresión totalitaria, pero fueron un ingrediente importante en medio de una gran variedad de medios y modos de actuación. (…) Da la impresión de que era más fácil, en ciertos aspectos, luchar contra el Comité Central que contra los grandes números sin sentimientos, el lado oscuro del capitalismo y las siniestras campañas nacionalistas”.
“Existe todavía una tensión peculiar entre los aspectos nuevos de nuestra civilización, que refuerzan la dimensión “racional” de la vida –y pueden tener la influencia más beneficiosa en nuestra situación, desde un punto de vista pragmático-, y la “vieja belleza”, el pesar de Delecroix, la añoranza de lo arcaico de Rilke, el apego de Valéry a ciertos elementos de la tradición europea”.
“En lugar de un Estado moderno, flexible y con cierto grado de escepticismo (un escepticismo justificado por la historia reciente), vemos un Estado con ambiciones filosóficas y teológicas. Y eso es lo peor que puede pasar. Un Estado no puede ni debe filosofar. No puede leer a Descartes, no puede comprender el doble filo de la visión de Kant. Sería ridículo y, al mismo tiempo, aterrador imaginar un Estado que viviera (…) un instante de revuelta nihilista, de duda profunda. Sin embargo, la situación opuesta también sería aterradora: un Estado que experimentara una revelación mística repentina, una epifanía que diera las respuestas a todas las grandes preguntas. Los Estados no piensan ni lloran. No rezan. No participan en seminarios filosóficos. (…) En nuestra época predomina la siguiente distribución de ideas e influencias: en nuestra vida colectiva, la parte de nuestra existencia que se solapa con las fuerzas y las normas de la organización social o administrativa, parece que obedecemos las directrices de la Ilustración, pero en la esfera privada, fuera del trabajo, por así decir, nuestras más íntimos monólogos y fantasías siguen el modelo del Romanticismo”.
