
Gran Bretaña, adiós. Tras haber remontado su economía desde la penumbra en que accedieron a la Comunidad Económica Europea, en buena medida gracias al trampolín que ésta les ofreció, los británicos han decidido abandonar el barco y el rumbo comunes. Nada sorprendente. Durante buena parte de todo este tiempo han jugado a estar dentro y fuera a la vez, a buscar réditos mediante la amenaza de la huida y a obtenerlos. Ahora nadie pone en cuestión su fortaleza, su influencia y su capacidad para sobrevivir incluso en este mundo tan global e interdependiente. Por eso han cumplido la advertencia que reiteraron profusamente y por eso también el mundo se ha sumido en un profundo desconcierto.
Amainará mucho antes de que llegue la calma, porque, a partir de ahora, quedan dos años de negociaciones, de tiras y aflojas, y ya veremos si no de reconsideraciones. Pero en este preciso instante se abren algunas reflexiones:
Las rupturas de un colectivo suelen responder a la provocación y a la decisión de las partes con mayor poder y riqueza.
Hay dirigentes que ponen en peligro sus propias convicciones por salvar su propio pellejo político.
El referéndum es un instrumento cargado de riesgos, porque quienes tienen poder pesan más que los que no lo tienen, porque la emoción se impone a la razón, porque el procedimiento impide los matices. La máxima de un hombre un voto o todos iguales ante las urnas son falacias cargadas de intereses. El problema radica en que no existe alternativa.
El empeño en mantener inmutables los códigos del colectivo añaden combustible al fuego de unos rastrojos.
Si la Unión Europea no reacciona, el desconcierto terminará en caos. La crisis puede ser una razón para la catarsis.
La decisión británica ha sorprendido a los españoles a dos días de las elecciones generales. Con plena conciencia por parte del electorado o sin ella, esos comicios van a decidir la posición española sobre asuntos fundamentales para el futuro europeo. Sobre la necesidad de democratizar la Unión Europea, de reconocer los límites a la soberanía nacional (la que quede) en beneficio de una mayor soberanía comunitaria (la que se pueda), de armonizar una política económica verdaderamente común, de recuperar los valores de solidaridad y libertad que alentaron una utopía, asequible y racional, a la que durante algún tiempo llamamos Europa.
En esas cuestiones y otras muchas relacionadas con la Unión está en juego el futuro de España.
Y ya va siendo hora de entenderlo.
