
Beni lleva ocho años en España. Llegó de Bolivia con tres hijos. Trabaja en casa. Y en otras. Atiende a personas enfermas, ancianas, friega suelos, barre escaleras, plancha. Callada, incansablemente.
A veces la he visto inquieta. Sabe vivir con muy poco. Está dispuesta a vivir con menos. Pero necesita papeles, un sueldo oficial, la afiliación a la seguridad social. Para que ella y sus hijos puedan tener la residencia, para que nadie les discuta su permanencia en este país, por el que ha hecho más que muchos nativos.
Ha atendido con dedicación y cariño, sin imposturas, a personas que ya murieron. Lloró la pérdida y se abrazó a los familiares, y estos sintieron que debían abrazarla por lo mucho que le dolía la muerte de aquellas personas a las que, para cuidarlas, las quiso.
Ha atendido a niños enfermos, obligados a permanecer en casa mientras curaban la bronquitis o las anginas. Y sus padres y los pequeños vieron cómo la fiebre se aplacaba con sus susurros, sus cuentos, sus juegos, su afecto.
Ha fregado suelos, lavado ropas, recogido basuras, organizado armarios, planchado para que otros pudiéramos hacer nuestro trabajo. Con ella en la retaguardia, aunque fuera un único día a la semana, nos hemos sentido más tranquilos y contentos. Algunas veces hemos disfrutado de su silencio y su compañía, prudente, comprensiva.
Beni tiene un pena: no puede comprarse un piso de 160.000 euros para conseguir el permiso de residencia en España.
¡Mierda!
