Cuando la emoción desborda el raciocinio, solo la moderación y la capacidad pedagógica de los responsables públicos pueden evitar que la acción política sucumba ante la radicalidad de los sentimientos. Con mucha frecuencia la realidad camina en dirección contraria: las emociones se agitan en la confrontación partidista y la turbación y el desconcierto acaban destruyendo cualquier posibilidad de entendimiento e incluso de racionalidad.
Los ejemplos abundan. Los medios audiovisuales contribuyen a la amplificación de las emociones, porque su lenguaje es mucho más eficaz en la transmisión de sentimientos que en la transferencia de argumentaciones, y esta característica (tal vez, deficiencia) de los principales instrumentos de mediación entre los hechos y la ciudadanía impide definitivamente la hegemonía del raciocinio en la resolución de los asuntos públicos; cuanto más complejos, peor.
La acción política frente a un problema tan grave y singular como el terrorismo, el que afectó a la sociedad española de los últimos años, se desquició cuando entraba en su fase final, al convertirse en el objeto central de la confrontación entre el principal partido de la oposición y el gobierno vigente. Exacerbando las emociones y el encono (la deslealtad era un asunto menor, porque se dilucidaba entre ellos), la oposición fijó en la sociedad la primacía de las emociones y entregó a las víctimas el derecho a decidir el rumbo de la política antiterrorista, convencida de que así erosionaban a un gobierno que paradójicamente estaba a punto de acabar (y acabó) con el asesinato y la extorsión etarras.
Ahora, en este nuevo tiempo, en lugar de cerrar definitivamente el problema, el gobierno que surgió de aquellas tentaciones, se ve sumido en la impotencia (nada se mueve, porque cualquier movimiento generaría decepciones inasumibles) e incluso en el absurdo, contraviniendo en sus declaraciones el estado de derecho y enfrentado a las víctimas del terrorismo a una situación incomprensible y autodestructiva.
Las personas directamente afectadas por el terrorismo no lo merecen, pese a haberse rodeados de dirigentes de probada incapacidad para razonar y, sobre todo, incapaces de reconocer que su dolor no puede aportar nada mejor que la desaparición definitiva del terror, y que eso ya lo ha aportado. Mayor responsabilidad tienen, sin embargo, quienes alentaron por interés político el desatino que provoca que en estos momentos la sociedad española deba pronunciarse entre el sentimiento de quienes sufrieron más directamente la barbarie y la voluntad de erradicar esa misma barbarie para siempre.
Los ciudadanos no merecemos esa disyuntiva. Las víctimas, aún menos.
Sólo las voces de algunas de estas personas, que abogan por la reflexión y la autoestima, proclamando que a su sufrimiento debemos la paz que todos disfrutamos, alienta cierta esperanza. Sin embargo, sus voces se escuchan menos en pleno desconcierto. El tono leve de la razón lo acalla el tumulto del desasosiego.
Los responsables de tanta turbación siguen confundiendo a los que más derecho tienen a escuchar argumentos claros y solidaridad sin réditos.
