Ejercicios de contradicción: política, Europa, ciudadanía

El desaprecio de la política amenaza a esta sociedad, desvalida de principios y valores e incapaz, por el momento, de encontrar una salida para emerger de la ciénaga. La culpa no es solo la crisis, aunque ésta haya cumplido la función de una lupa gigantesca que nos ha permitido comprender el poder destructor de los roedores. O de un amplificador, que nos ha obligado a escuchar las voces que no queríamos oír.

Salvador Giner lo ponía de manifiesto en una entrevista publicada por El País, a propósito de la publicación de su último libro (El origen de la moral. Ética y valores en la sociedad actual), en la que afirma que “Hemos perdido las prioridades morales”.

Pueden resultar interesantes algunas reflexiones:

P. La responsabilidad moral es individual, pero hay estructuras, el capitalismo, inmorales. 
R. La primera frase es una genuflexión ante la filosofía moral contemporánea. La responsabilidad no es colectiva, pero hay estructuras perversas. Hay un mal estructural. Y esa es la tragedia. Esto exige que el individuo se niegue a hacer el mal, que desobedezca. Y ahí se la juega. Eso es el heroísmo: una rareza. Sales a manifestarte con un millón de personas y es gratificante. Ir solo es diferente. Igual lo que nos gusta no es mandar sino obedecer. Es más sencillo.
P. ¿Miedo a la libertad?
R. No creo. La moral es social, pero el individuo tiene cerebro, razona y piensa en lo que lo determina. Somos, que se sepa, el único ser que piensa que piensa. La conciencia es libertad, poca, pero libertad. Ulises sabe que pasará por donde las sirenas y que no resistirá su canto, pero se hace atar y las oye. El hombre es el único animal que sabe lo que lo determina, pero es capaz de crear las condiciones para superarlo. Eso es la libertad: imaginar cómo ser libre oyendo las sirenas, aunque se sufra. Somos unas bestias muy raras, por eso tenemos moral. La miseria de la moral contemporánea es que, tras la crisis de los grandes mensajes, solo quedan las sectas. O los comités.
P. ¿Los comités?
R. Estamos produciendo moral por negociación. Hay comisiones para hablar de la eutanasia, el aborto, la mayoría de edad. Con un médico, un filósofo, un cura (¿por qué?).
Estamos gobernados por comisiones y muchas se llaman de ética. Tras burocratizar el mundo, estamos burocratizando la moral. Y esto pasa porque no tenemos claras las prioridades. Es en lo poco que estoy de acuerdo con los posmodernos: se han perdido las prioridades morales.

 Quizás ahí se describan algunas características de nuestra realidad. Las estructuras perversas y la amoralidad que ellas amparan, tan palmariamente puesta de manifiesto por la crisis, la corrupción o las políticas desarrolladas en beneficio del sistema y en contra de la mayoría de los ciudadanos, nos han desarmado. El único instrumento en el que cabía confiar para la articulación de una sociedad más justa e igualitaria se ha demostrado tan ineficiente como irremplazable. Sea un signo de la miseria en que vivimos, de la paradoja de la sociedad en que habitamos o el frágil bote en el que debemos remar por el momento, la política resulta necesaria.

Lo argumentaba, en El País, Daniel Inerarity (Elogio y desprecio de la clase política), con una reflexión que abocaba a una conclusión, tal vez. tan razonable como insuficiente:

¿Hay algo peor que la mala política? Si, su ausencia, la mentalidad antipolítica, con la que se desvanecerían los deseos de quienes no tienen otra esperanza que la política porque no son poderosos en otros ámbitos. En un mundo sin política nos ahorraríamos algunos sueldos y algunos espectáculos bochornosos, pero perderían la representación de sus intereses y sus aspiraciones de igualdad quienes no tienen otro medio de hacerse valer. ¿Que a pesar de la política no les va demasiado bien? Pensemos cuál sería su destino si ni siquiera pudieran contar con una articulación política de sus derechos.

Y lo ratificaba, al día siguiente, Manuel Cruz (¿Nos merecemos estos políticos?),  aportando un paso más en el diseño de lo que se puede, aunque, quizás, también escaso a tenor de lo que reclamamos.

Olvidémonos de predestinaciones (del tipo “cada país tiene…”) y apoyemos a los políticos que realmente se lo merezcan y solo a ellos. Parece haber quedado atrás de forma irreversible el tiempo de la laxitud, el posibilismo y el mal menor como criterios a la hora de seleccionar a nuestros representantes. Llevamos acumuladas demasiadas experiencias de frustración desde aquel ya lejano desencanto de la primera hora de nuestra democracia como para conceder más cheques en blanco a quienes parecen haberse convertido en auténticos profesionales de solicitar en periodo electoral una última oportunidad. Pero, sobre todo, hagámonos nosotros merecedores, si se quiere seguir utilizando tales términos, de otros políticos y especialmente de otras formas de hacer política.

Apenas con diferentes palabras: apliquémonos los mismos estándares de conducta que les reclamamos. Solo eso nos concederá la mínima autoridad moral para no rebajar nuestro nivel de exigencia y de control sobre ellos. (Por poner un ejemplo bien concreto —y dicho sea con tanta franqueza como humildad— yo no creo merecerme el president de la Generalitat que me está tocando la desgracia política de padecer. No dudo que se lo merezcan quienes lo han votado y, sobre todo, quienes tanto han jaleado sus erráticas propuestas, pero en modo alguno, desde luego, quienes desde bien temprano nos manifestamos en contra de las mismas. Hasta aquí podíamos llegar).

A la postre, da la impresión de que requerimos prioridades morales y ésas, tantas veces, encajan mal con las opciones a nuestro alcance, más allá de las que podríamos considerar delincuentes. La paradoja o la contradicción consiste en que muchas veces muchas personas las reclaman.

Desde esa perspectiva no puede extrañar la pregunta que en un momento determinado de su último libro se plantea Joseph Stiglitz: ¿Por qué todavía muchos ciudadanos se tomen la molestia de ir a votar? En alguna ocasión alguien me explicó con qué estado de ánimo acudía a las uernas cada vez que se convocaban elecciones.

– Siempre con un sentimiento contradictorio. Voto al que me gustaría que ganase, pero me relaja más que pierda, porque eso me ofrece un día de desilusión y cuatro años de tranquilidad. Si gana, me esperan un día de tranquilidad y cuatro años de desencanto.

– ¿Y por qué votas?

– Para no condenarme a cuatro años y un día con sentimiento de culpa.

Algo de eso ocurre en otro asunto central de nuestra vida pública: Europa. Quizás muchas personas compartan en buena medida el documento suscrito por algunos personajes ilustres y otros indeseables sobre Europa o el caos, aunque equivalga a defender un proyecto que nos decepciona a cada rato. 

– ¡Estamos buenos!

Artículo anteriorPeriodismo, imbécil; periodismo
Artículo siguienteNoticias del Festival de Santa Bárbara