Hacía frío. En la plaza abierta el viento del norte nos obligaba a abotonar el abrigo y ajustar la bufanda. El edificio del Tribunal Supremo no ofrecía protección ni cobijo; estaba allí para ratificar nuestra intemperie. Por eso, la primera decisión de los seis mil reunidos, esos dicen que éramos, fue darle la espalda.
Luego, cuando emprendimos la marcha, se aceleró el paso y se apretaron los cuerpos en la estrechez de la calle Barquillo, mejoró la temperatura. Las calles transversales dejaban constancia intermitente del tiempo avieso por el que transitábamos. Algunos caminantes gritaban sin excesiva convicción consignas a contrapelo. Otros hablaban de una indignación histórica, amasada de pasado, aunque horneada en el presente. Lo mismo expresaba el silencio.
Estábamos allí con la excusa de testificar nuestro apoyo al juez Garzón. Para eso nos habían convocado. Sin embargo, habíamos acudido para librarnos de nuestra propia vergüenza. Hemos sentido tanta en estos días por culpa de nuestra justicia, de nuestros tribunales, nuestrosrepresentantes, que no podíamos añadir ni un gramo de nuestra parte. Tan sólo decir que este tiempo, pese al frío, hiede, y que ninguno de los que estábamos allí somos responsables; que esta mierda es así de repugnante porque nos hace dudar de nosotros mismos y que no puede ser, que, pese a todo, hay gente decente.
Así llegamos al final. Aunque algunos que asían con ansia la pancarta podían haber estado en otra parte, se impuso la emoción de la palabra que alumbra sentimientos y razones de dignidad y coraje. Luis García Montero, mitinero sin relumbrón, impuso su liderazgo a medida que avanzaba en La farsa.
José Sacristán recitó con violencia a Antonio Machado. Aitana Sánchez Gijón leyó a Alberti sin pasión. Juan Diego Botto se asomó a intervalos a la hondura de García Lorca. Alguien a quien no reconocí repasó un poema de Miguel Hernández, dedicado a Federico. Marcos Ana puso versos a su propia vida de recluso. Un par de lágrimas recorrían, vertiginosas, mi mejilla derecha. No sentí vergüenza, porque nada en aquel momento podía resultar más verdadero.
Al fin, Luis Pastor reivindicó al cantautor con mucha rabia y algún ripio que provocaron la ovación más cálida de la mañana. Las sencillez del canto popular recordó el valor del panfleto en los tiempos oscuros.
La emoción más íntima, también algunas lágrimas, habían llegado antes, cuando la poesía se había cargado, si no de futuro, sí, al menos, de dignidad y de rabia. El hombre que su codo en el mío lo expresó sin recovecos cuando García Montero concluyó el último verso de su farsa: “la toga sucia y el culpable limpio”. «¡Toma!», dijo.
Este había sido el alegato moral del poeta:
La farsa Son malos tiempos para la justicia. Vengan a ver la farsa, el decorado roto, la peluca mal puesta, palabras de cartón y pantomima. Son malos siglos para la justicia. No existe majestad en la casa del rey. Nadie busque su voto en la tribuna de los parlamentos. Son malos años para la justicia. Como el mar no es azul, los barcos equivocan la cuenta de sus olas. Como el dinero es negro, la moneda menguante de la luna ha pagado el recibo de los trajes nocturnos. Son malos meses para la justicia. Se citaron el crimen y el silencio, no descansan en paz los perseguidos, el ladrón y el avaro se reúnen y la ley no responde a la pregunta de la bolsa o la vida. Son malos días para la justicia. Más de cinco millones de recuerdos naufragan con sus nombres en la cola del paro. Los vivos han perdido la memoria y los muertos no tienen donde caerse muertos. Son malas horas para la justicia. La política sueña una constitución en la que refugiarse. Los periódicos piden una buena noticia que llevarse a la boca. El poeta no encuentra las palabras que quiere para decir verdad, reparación, justicia, porque son malos tiempos, porque los tribunales se han sentado a cenar en la mesa del rico. Vengan aquí y observen, es el tinglado de la nueva farsa, la toga sucia y el culpable limpio.
Luis García Montero
