El deporte, una aberración modélica

Varias bandas radicales, amparadas bajo su afiliación a distintos equipos de fútbol, se citaron en las horas previas al Atlético de Madrid – Deportivo de La Coruña para liarse a palos; so pretexto de la confrontación deportiva y el antagonismo ideológico, organizaron una batalla campal. Uno de los combatientes murió en la refriega, golpeado con saña y, a la postre, arrojado violentamente al río. Más de una decena de compañeros de batalla acabaron en el hospital, mientras los ilesos hacían guardia a las puertas esperando el fallecimiento del que ingresó sin expectativas.

A partir del momento de la pelea callejera, con armas blancas, palos y otras herramientas, los clubes de fútbol, la mayor parte de las autoridades deportivas y los medios de comunicación emprendieron una campaña de aparente activismo y mucha comunicación para desligarse de lo sucedido y para plantear soluciones a una violencia que, arraigada en la sociedad, encuentra una vía de expresión extraordinaria en el deporte; sobre todo, en el fútbol. Y así surgen rápidos remedios, se anuncia la expulsión de los grupos radicales de las gradas, la posible creación de rediles acotados para los bárbaros, el fin de las prebendas hasta ahora concedidas a los ultras a cambio de sus gritos de ánimo, el cese de directivos condescendientes o directamente cómplices de los hooligans, la sanción a 88 aficionados identificados en plena gresca con multas de 60.000 euros por cabeza y la prohibición de acudir a un campo de fútbol hasta que no pasen cinco años.

Sin embargo, casi nadie entra en el problema de fondo, aunque alguna voz aislada se ha hecho notar en el debate por su extravagancia. La verdad es así en ocasiones. La violencia en el deporte de masas está provocada por la idea que del deporte se traslada a diario a la sociedad, muy especialmente a través de los medios de comunicación. El deporte se concibe como enfrentamiento entre bandos (equipos, aficiones), ahormados por una relación emocional de alta intensidad, que llega a generar lazos identitarios excluyentes y a fijar relaciones de afinidad de unos con otros; en ese enfrentamiento lo único importante es la victoria, tanto más excitante cuanto más aplastante o humillante, y en aras de ese objetivo único se acepta el fraude de las normas (simulaciones, reclamaciones absurdas, artimañas) y la alteración de determinadas circunstancias (desde la provocación a los contrarios hasta la manipulación de las canchas).

Todo ello se ha impregnado de un revestimiento ideológico que se traslada a la realidad cotidiana: la traslación de códigos de conducta y de valores que repugnan a una concepción de la sociedad como espacio de convivencia y realización individual y clectiva. La idealización de personajes funestos, la generación de intereses espurios, la nacionalización e ideologización de determinados clubes, la aceptación de la alta competición como expresión máxima del deporte de competición e incluso de la actividad deportiva son en muchos casos y en muchos aspectos la antítesis del deporte concebido como medio que estimula la actividad física saludable, el esfuerzo en pro de la superación individual y los valores del colectivo, concebido como equipo,  en el ámbito del juego, de la fiesta, de la importancia de lo lúdico en la experiencia humana y en los procesos formativos.

Pero, no; nada hay de eso. El negocio del deporte se ha concebido sobre otros parámetros y sus patrocinadores no admiten componendas. Es un negocio, una catapulta para el reconocimiento social, con repercusión en la actividad económica; una actividad con múltiples ramificaciones vinculadas con la corrupción, el fraude social, los intereses e incluso los procesos identitarios… Y todo ello con el amparo de las instituciones públicas, que se integran en el accionariado de las sociedades anónimas o que directamente soportan a las entidades deportivas, que desvían ingresos cuantiosos (en efectivo o en especie), que adaptan normas legales en beneficio de los clubes, etc. Y todo ello, porque los ciudadanos lo exigen con insistencia e incluso virulencia, como un derecho propio y una obligación de las instituciones, en tanto que se considera a los clubes como representantes sociales de una ciudad, una comunidad, una bandera o lo que demonios sea e impulsores de la economía local, comarcal, etc..

En ese contexto los medios de comunicación son responsables de este desvarío, porque no solo están inmersos o atrapados en esas situaciones sino que las alientan y consolidan como realidades naturales, coherentes incluso con quienes reclaman una profunda transformación de la sociedad.

Esta reflexión general y un tanto abstracta podría llenarse de referencias concretas. Por ejemplo: la norma máxima del deporte y del buen deportista se basa en un objetivo: «ganar, ganar y ganar», que nada tiene que ver con la naturaleza del juego y que trasladada como modelo a la educación o a la vida es un auténtico disparate que solo conduce a la frustración, incluso en el caso de los «mejores». A los adalides de esa filosofía se los glorifica, incluso cuando tales personajes acuden al manejo de conceptos racistas, sexistas o de cualquier otra calaña para estimular a los secuaces de cara a la batalla. En esa línea la violencia se justifica cuando la ejercen los propios, de la misma manera que se acepta la provocación o la simulación. Incluso se asume la renuncia a la diversión, el paradigma del juego, en aras de la victoria. Las canchas están llenas de ¿espectadores? que insultan a los contrarios y que animan a los propios al combate. En consecuencia, el deporte se ha llenado de recursos poco edificantes que conducen y justifican (aunque luego se condene hipócritamente) el fraude o el dopaje.

Los medios de comunicación alientan el sectarismo y la violencia, cubren de épica el relato de una actividad que es solo un juego, ignoran los valores de la práctica deportiva en aras del espectáculo basado en la confrontación (victoria o derrota) y arrastran a la sociedad al paroxismo del gol narrado con el arrebato de quien se encuentra inmerso en el fragor de la batalla.

Las instituciones colaboran a esta aberración ofreciendo recursos a entidades de índole estrictamente económica, negando medios a la práctica de la actividad deportiva de base (apartada en buena medida del afán competitivo) y concediendo prebendas a auténticos negocios supuestamente deportivos (algunos deportistas son empresas auténticas marcas orientadas a la rentabilidad y el beneficios, con extraordinaria eficacia, pese a lo cual se los exonera de sus obligaciones sociales por su importancia simbólica y su superprotección como los grandes héroes de la época.

En definitiva, la reacción tras la pelea en los aledaños del Manzanares es pura hipocresía. El deporte debe separarse radicalmente del espectáculo deportivo, que debería regularse por sus propias reglas y que debería ser mantenido exclusivamente por sus consumidores, sin ningún tipo de protección pública. La actividad física (el auténtico deporte), por el contrario,  debería ser estimulado promovida desde el sector público en beneficio de niños, jóvenes y adultos con la única finalidad de la mejora de la condición física (salud), de la educación en valores como el esfuerzo, la superación personal o el valor del equipo, o la práctica de ejercicio lúdico, estimulante y digno.

¿Podría haber relación en algún punto entre ambas esferas? Antes de llegar a eso habría que someter a los aficionados al deporte, en su inmensa mayoría, a un profundo lavado de estómago. O mejor aún, de cerebro. El deporte que mayoritariamente ensalzamos es una aberración que figura entre los valores indiscutibles de la sociedad. Por eso, la reacción a la trifulca, es mera hipocresía.

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