El señor CH entra en trance (1)

El señor CH se llamaba así porque a sus padres le gustaban los nombres compuestos. Años después dejó de llevarse aquella moda que las familias de alcurnia, y no digamos la nobleza, cultivaban con ostentación. Pero a esas alturas el señor CH ya no estaba para cambios de identidad, ni siquiera de sexo.

El señor CH trabajó con entusiasmo a veces desmedido para labrarse, más que un porvenir, un pasado que le permitiera alcanzar la noble condición de jubilado y, por ende, de pensionista. Lo logró en un momento en el que ese estado empezó a considerarse un lastre social.

Atrás quedaban el gozo implícito del jubileo, el reconocimiento a largos años de esfuerzo y cotizaciones, el derecho que una sociedad razonable reconocía a sus veteranos sin necesidad de haberlos tenido que embarcar en una guerra o un desastre peor. Al señor CH la condición de pensionista le coincidió con unas circunstancias en las que todos los beneficiarios del sistema público sólo podían reconocerse como una rémora. Lo proclamaban los dirigentes del universo, lo amplificaban los medios de comunicación, los reiteraban analistas conspicuos, muchos de ellos de provecta edad: la sociedad no puede mantener, menos aún alentar, tanta inactividad.

Al señor CH la situación llegó a abrumarle. Su primer sobresalto lo provocó un jubilado griego que decidió inmolarse ante todos sus compatriotas en aras de la nobleza que había reclamado a su propia vida en el centro del ágora, de una plaza ateniense tan real que las redes virtualizaron trasladándola al corazón de otros muchos afectados por la misma edad o parecidas circunstancias.

El señor CH no pasó de la excitación a la imitación porque era un cobarde, como acostumbraba a reconocerse, aunque en ese momento depresivo prefirió abundar en el argumento de que no debía dar tamaño disgusto a la familia. Además, pensó por un momento, echaría mucho de menos a todas sus chicas, aunque el señor CH bien sabía que, de llevar a cabo aquel gesto de decencia y valentía, nada echaría de menos en su negro futuro y quién sabe si alguien le echaría a él mismo en falta.

O sea, definitivamente, el señor CH no tomó aquella decisión emocionante y solemne por pura cobardía. Sin embargo, para salvar su propia dignidad, algo que le había preocupado extraordinariamente desde que estudiara de jovencito en un colegio de curas y que sus padres le inyectaran un catolicismo teñido con dosis inequívocas de calvinismo, el señor CH sintió la necesidad de adoptar una decisión noble y solemne. En definitiva, digna.

Así, el señor CH decidió renunciar a su nombre compuesto. Esa sería su manera de desaparecer o de esconderse; en cualquier caso, de esquivar la acusación con que le atormentaba la sociedad entera. El señor CH, claro, seguiría prestando su condición polimórfica a la cuennta corriente, a la seguridad social y esas otras instituciones en trance de extinción, siquiera mientras duraran, aunque él recorrería las calles nuevamente bajo la insobornable condición de señor H. Nuevo vestuario, porte más esbelto, cremas antiarrugas, algunos escarceos en el gimnasio. Y así, solo y mudo, paseante y cavilante, trabaría nuevas relaciones y cuidaría que el CH sólo reapareciera en muy señaladas fiestas familiares o en escenarios ajenos al escarnio y el vituperio. Ya vería.

El tránsito entre el señor CH y señor H requería un salto en el tiempo y el espacio. Para ello al señor CH, todavía vivo, se le ocurrió emprender un viaje a paraísos lejanos, aunque, dada su condición esencial de cobarde, retornable: carecía de valor para afirmarse en la distancia y el desapego de todo lo que había ido queriendo hasta alcanzar aquella condición repelente.

Así fue el señor CH, amparado en varias excusas pero dispuesto a regresar, entró en trance: a la busca del señor H.

 

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